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Homo Onubensis

Rodriguitis... sobre mi Familia

El resto, lo que tenga que ser… será.

El resto, lo que tenga que ser… será.

“Antes de que nadie vaya a hacerte un lio

Quiero que sepas mi historia, pa no confundir tu nombre con el mio…”

 

1 de Enero de 2011. 00:35 horas. Sonido de petardos y cohetes por la calle de gente que ahoga sus penas en festejos, viviendo al día, disfrutando de cada momento porque la vida no es más que eso. Yo en la cama a oscuras, desvelado, digiriendo la indigesta huida fugaz de mi familia con la excusa de que el pequeño está dormido. Quizás ni me despedí de todos. Quizás ni quise ni pude, es lo mismo a estas alturas. Mis ojos se pierden en la ceguera de intentar buscar una respuesta a todo esto. Tengo 32 años y esto es el resto de mi vida. A un lado la mujer que me acompañaba en mi vida y por la que me arriesgué a dejarlo todo de nuevo. Al otro lado el futuro de un corazón del que tengo el presentimiento de que el destino le depara algo grande. Y más allá mi familia, de la que siempre rehuía, a la que estaba aparcando en la falsa cotidianeidad de Bodas, Bautizos y Comuniones. Apenas puedo conciliar el sueño por los pensamientos que golpean mis deseos físicos y anímicos. Tengo 32 años y esto es lo que me creía que era el resto de mi vida…

30 de Diciembre de 2011. 16:04 horas. Suena por enésima vez el popurrí de Los Muñecos de Cádiz y huele a barrita de incienso. Ante mis ojos la soledad fría de una casa a medio habitar y la torre de San Pedro. En mi paladar la copita de manzanilla que he disfrutado junto a mi padre. Y en mi mente, la ilusión quinceañera en unos ojitos pequeños con el cuerpo de mujer. Tengo 33 años y ni tengo ni puta idea, ni quiero, saber que me deparará la vida mañana.

Ha pasado un año de mi vida. Se podría decir que un año para tirar a la basura. Porque en él se queda la decisión más importante y dolorosa que he tomado en mi vida, la de soltar la mano de ese volcán de rasgos calcados a los míos y, por que no, la de esa mano que me acompañó en los últimos siete años de mi vida.

Pero sería injusto tirar este año a la basura del olvido. Perdí cosas, importantes. Importantísimas. Pero recuperé la confianza en ese niño, ya hombre, que sin calificarse de buena persona, puede decir que tiene la consciencia tranquila porque no le hace mal a nadie y siempre va de frente y enarbolando la bandera de la honradez.

Recuperé el sentirme útil para la vida. Para mis conocidos, para mis amigos. Para mi equipo de rugby, en el que trabajo codo con codo con gente espectacular y que me respeta y valora por lo que soy y no por lo que debería de ser.

Recuperé las ganas de hacer cosas. De tener iniciativa. De sentirme vivo. De pensar. De exigir. Recuperé el derecho a equivocarme.

Son muchas las personas que se han cruzado por mi vida en estos meses aportando lo bueno o lo malo que cada cual quiso aportar. De algunas me llevo gratos recuerdos, de otras personas me quedo con sus experiencias. De otras sus historias y sus risas. De otras las ganas de conocer a esa persona gris a la que le salieron las alas. De cada cual me quedo o conservo su recuerdo.

Pero si por algo es injusto echar este año a las llamas del olvido, es por mi familia. A la que nunca busqué y siempre encontraré. Por mis padres, ancianos prematuros a los que todo esto les vino un poco grande, pero que han sabido acatarlo y comprenderlo como pocos. Por mi hermano Xose, Asun y Axel, pacientes y respetuosos portadores del silencio antes mis decisiones ¿qué más se puede pedir de alguien que te apoya en silencio?. Por mi hermano Manolo, Pilar y Mencía. Principalmente por mi hermano, al que la vida me lo está colocando en el lugar que yo quiero. Un hermano que he recuperado. Un hermano al que puedo abrazar y besar mirándonos a los ojos. Una persona que siempre fue importantísima en mi vida y a la que metí en una caja sellada. Por fin la caja se ha vuelto a abrir y con su luz me guía en mi camino… siempre el Camino.

Y por ti Sonia, qué decir de ti, que te enamoraste de mí hace más de 15 años cuando ibas vestida de nazarena y me acerqué a pedirte cera con las bromas de los niños de esa edad. Y desde entonces me has tenido en la recámara del corazón como un imposible. Mirándome en silencio. Sin decirme nada nunca. Hasta que un día decidimos hablarnos y ponernos cara a esas personas que se conocían sin conocerse desde hace tres lustros. Por ese banco en la Avenida Alemania, por esas Colombinas tan especiales, por esos partidos del Recre, por todas esas veces que te he dicho “yo no quiero tener nada con nadie”, por todos esos silencios que me has regalado cuando te he dicho que no quería oír nada, por todas esas palabras que me has regalado cuando te he dicho que necesitaba oírlo todo, por esa tarde en Sevilla de Rosario Macareno, por ese espacio que me das sin pedírtelo, por esa confianza que me otorgas sin merecerla, por ser, como te he dicho mil veces… una niña buena. Eres normal y quizás, eso, sea lo que me extraña.

A 2012 sólo le pido una cosa. Sólo. Le pido salud para mi pequeño. Que siga creciendo tan fuerte, sano, cariñoso, simpático y guapo. Que siga siendo él mismo. Que sepa apreciar a su madre, que sé que lo cuida con pasión. Que siga queriendo a su padre, el que se muere cuando le hace dos carantoñas o le dice “papiii….”. Que siga creando su personalidad como Jacobo. Y que siga siendo feliz en este mundo de locos que todos hemos construido.

El resto, lo que tenga que ser… será.

Hasta siempre 2011.

Mi Camino de Santiago. Reflexiones y confesiones.

Mi Camino de Santiago. Reflexiones y confesiones.

Una vez asentado por el tiempo y paladeado el poso del recuerdo de mis pasos como peregrino en mi primer Camino de Santiago, me dispongo a rememorar aquellas vivencias únicas e irrepetibles que se tatuaron en mi corazón para el resto de mis días. Una palabra es la que abre este escrito: brutal. Mi experiencia ha sido sencillamente brutal en todos los sentidos: física, moral, afectiva… Desde hacía mucho tiempo no me sentía tan yo mismo, tan solo y tan acompañado de mi gente que venía conmigo en la mochila a pesar de la distancia.

Como reza la sevillana, mi camino comienza desde mi puerta. Desde mi eterna Plaza de San Pedro donde mi vida ha regresado, dejando atrás a mi familia en el balcón despidiéndome emocionada al verme partir vestido de superhéroe campestre, bordón en mano, sonrisa en la cara e ilusión en la mente.

Llegué a Sevilla, primera  parada de mí caminar,  en el último de los autobuses que partían desde Huelva y ahí, en Plaza de Armas, fue donde los nervios y la incertidumbre se fueron apoderando de mí. Me encontraba solo en una estación esperando un autobús que salía a las once y media de las noche. Fueron casi dos horas de soledad, de silencio, de nervios, de dudas, viendo como el tiempo iba transcurriendo lentamente, esperando ansioso la hora de partir. Al fin, y con cerca de media hora de retraso,  nos pusimos en marcha hacia el norte de España y… quizás, o mejor dicho, sin duda,  fue lo peor del camino. El viaje al norte. Muchas horas de autobús, incómodo, toda la noche en carretera… Para colmo, en Zafra, cuando ya encontraba mi posición y el cansancio iba ganando la batalla al nerviosismo… un control de la Guardia Civil. Nos hicieron bajarnos a todos y coger el equipaje de cada uno. Figúrense mi estampa, vestido “de romano” con el bordón en la mano, la mochila con la cantimplora colgando… ni me miraron. Era obvio donde iba, ni si detuvieron en mí. El viaje continuó su rumbo, eso sí, con dos pasajeros menos “sospechosos” de llevar cositas malas en sus equipajes.

La  noche en la carretera seguía y la pesadez se agrandaba. Venían a mi mente escenas de míticas road movies donde siempre hay un motivo para huir y refugiarte en la carretera. Daba cabezadas, me desvelaba, me dormía... ese run run  de la incómoda travesía era el que me llevó, ya de día, a la misma Estación de Autobuses de Ponferrada. Por fin.  Llegué, ya estoy aquí. Ya tenía en mente la idea de que iba a comenzar a caminar desde esa misma mañana y no iba a hacer pernocta en la capital del Bierzo. Aún tenía muchísimas horas de sol por delante y podía y debía aprovecharlas. Además debía liberar la adrenalina acumulada de mi primera etapa de la singladura jacobea. De pronto, mi cansancio y mi sueño, desaparecieron de golpe al verme con la mochila en la espalda, el sol en todo lo alto, y kilómetros de travesía a mis pies… la adrenalina, como digo, hizo el resto.

Al principio, mis pasos eran dubitativos, lentos. Preguntaba a todo el que me encontraba: “oiga buenos días… ¿el Camino?”… las nobles gentes del Bierzo te indicaban que iba bien y me instaban a seguir las flechas amarillas… las flechas amarillas… único amigo fiel del peregrino. Como neófito peregrino no quería perder detalle de cada piedra que dejaba atrás.

Poco a poco iba cogiendo mi ritmo, encontrándome con peregrinos y lugareños, saludándonos, animándonos. El arrojo envalentonado tan propio de nuestra patria iba creciendo y los pueblos iban cayendo uno tras de otro: Columbrianos, Fuentes Nuevas, Camponaraya… Ya iba haciendo cábalas de que podía llegar hasta más allá de mi destino en el primer día. Los campos castellanos son planos y con buenos caminos, se anda fácil, el aliento de los mayores con sus saludos te anima, se avanza rápido. Lo negativo, y no menos importante, era el calor, que con el avance del día el señor Don Lorenzo se iba enfadando y hacía necesaria la búsqueda de inexistentes veredas sombrías, hecho que casi sin ser consciente, te iba mermando las energías lentamente. Llegado a Cacabelos decidí hacer una parada para comer algo y valorar la situación. Supuestamente en el día de hoy no tenía que andar, comencé para probar, por estirar las piernas del pesado autobús… pero el destino de la etapa estaba a sólo 8 kilómetros. Pensé en pernoctar en Cacabelos, pero… ¡si aún era mediodía y me encontraba pletórico!.  Así que, comiendo algo de fruta a la sombra de la Iglesia Parroquial, decidí que iba a continuar mi andadura y completar los primeros 25 km. de mi Camino.  Sin duda el tramo entre Cacabelos y Villafranca del Bierzo es el más duro de la jornada. Es una broma… porque a la salida de Pieros, el siguiente pueblo, un camino a la derecha te desvía por un tortuoso camino de piedras, de subidas, de bajadas, que desembocan en Valtiulla de Arriba, una aldea con dos gatos y una señora haciendo ganchillo. Entre la broma del desvío, el calor insoportable que ya pegaba fuerte, y el zumbido incesante de Daniel, un ex monje franciscano capuchino de Colombia hablándome sobre la masturbación, mi único deseo era llegar cuanto antes a mi destino y darme una más que merecida ducha. Y por fin… Villafranca del Bierzo, un pequeño pueblo encantador con gran ambiente peregrino.

Después de varias vueltas en busca de alojamiento terminé en el Albergue Viña Femita. Sinceramente no estaba nada mal. Muy limpio, con amplias camas, buenas sombras… el problema es que ni el precio final fue el que nos dijeron, ni todos los servicios como lavandería estaban incluidos. Cosas de la masificación del verano del Camino y de la “comercialización turística” del mismo. Después del primer choque en la recepción tras discutir por el precio, decidí que no tenía sentido y debía disfrutar de cada segundo del camino. Por lo que me di una larga ducha relajante y me senté en las frescas sombras que rodeaban al edificio para picar algo. No quise dormir siesta. Prefería llegar a la noche para así llegar con más sueño y caer antes. A media tarde conocí a Fran, un chico malagueño de Coín con el que compartí gran parte de la tarde charlando sobre las motivaciones de nuestro peregrinaje. También coincidí con Suzanne, una bellísima mujer alemana con la que cené intentando charlar lo más coherentemente posible. Temprano, muy temprano, sobre las nueve de la noche decidí irme a tumbarme a la cama a relajar la espalda… y Morfeo hizo el resto.

Qué razón tenía mi hermano Manolo cuando me dijo que no hacía falta poner el despertador. En los Albergues te despiertas quieras o no sobre las 6 de la mañana. El trajín de mochilas que se abren, de sacos que se recogen, de bolsas de plástico… te hacen levantarte a esa hora quieras o no. Hoy tocaba etapa durísima… esperaba la subida al mítico O Cebreiro. Al salir del Albergue coincidí nuevamente con Fran y con otros dos chicos cordobeses, muy buena gente, muy sencillos… pero no era mi rollo. Prefería ir solo por varios motivos. Una cosa es coincidir con alguien unos kilómetros y otra es hacer planes de donde vamos a desayunar, comer o dormir. No era mi rollo no. Por lo que después de desayunar en el Trabadelo opté por anunciar que iba a seguir mi ritmo, un falso y equivocado ritmo altísimo para dejarlos por detrás e ir a buscar mis íntimas y personales sensaciones. La salida de Villafranca fue preciosas,  con las primeras luces del día te vas alejando del pueblo y vas serpenteando por caminos asfaltados hasta que Villafranca se pierde a tus espaldas entre frondosos bosques de un verde intenso.

Desde bien temprano se anunciaba que durante el trayecto también tocaría sufrir un fuerte calor. Notas como los pies y la cabeza se van calentando poco a poco y necesitas ir buscando sombras y agua para refrescarte sobre todo el cuello (qué sabios los eternos consejos de mi hermano y maestro peregrino). Opté por no ponerme el gorro, me agobiaba más la sensación de tener la cabeza tapada que ir refrescándome el pelo de vez en cuando. Lo prefiero así.

Un rosario de aldeas que parecen no tener ni principio ni fin te acercan a los pies de la mítica subida del Camino,  La Portela de Valcarce, Ambasmestas, Valcarce de la Vega, Ruitelán, Las Herrerías… son la retahíla que vas dejando atrás una tras otra como si fueran eslabones de una cadena. Personalmente iba con paso firme, quizás demasiado rápido y confiado en este tramo. Me cegué en llegar rápido a la base de O Cebreiro pero… ¡qué caray! me encontraba bien, mis piernas respondían y… ¡que tampoco se andar más lento!. Me acordaba mucho de mi primo y compadre Dani en uno de sus mensajes de aliento que recibía en el móvil: “la gente de Huelva lleva en su ADN el caminar”. Quizás sea cierto, es más, es cierto. Creo que la carroza de la Virgen de la Hermandad del Rocío de Huelva lleva mulos porque los peregrinos de Huelva solo saben andar rápido y tirones. Nos aburriría otra cosa.

En Las Herrerías, antes de iniciar el ascenso, coincidí en una tasca de entrañable sabor peregrino con una pareja de San Sebastián súper simpáticos. La verdad que hoy terminaban el Camino, lo estaban haciendo por partes y este año llegaban hasta O Cebreiro. No sé. Cada cual hace su camino como quiere y puede, imagino. Pero es como salir de costalero e irte para casa en La Placeta.

Dejé atrás Las Herrerías y justo a la izquierda si inicia la subida. Mi mente viajaba a míticas etapas de montaña del tour en los primeros metros, esas pendientes constantes con curvas cerradas… pero, apenas comenzada la ascensión la cosa cambia. Entras en un camino de piedras estrecho, cubierto de grandes árboles y empiezas a subir, y a subir, y a subir… giras una curva y sigues viendo el pedregoso camino en ascenso, y llegas a la curva… y sigue el ascenso… Los pies se machacan de pisar las pulidas y deformes piedras. Una tortura. Una autentica paliza. Pero... única. El primer tramo hasta La Faba, que apenas llega a los 4 km. es simplemente demoníaco. Me acordé de mi hermano Manolo y pensé… éste tío como ha subido esto… en serio, me acordé de él cuando me decía que “hay que llevar al cuerpo al límite para abrir la mente”. Nada más cierto. Mientras ascendía pensaba… “Jesús… tu puedes… tu puedes… tu puedes hacer lo que te plantees… otro paso más… otro… tu puedes…”. Quizás esa sea la reflexión personal que extraje del Camino. Puedo. Y Pude.

A mitad de subida, en La Laguna, paré a tomar algo de azúcar que me recuperara un poco. La subida se me empezaba a enquistar por el elevado ritmo y por el calor que hacía. También era curioso ver cómoel paisaje de la subida iba cambiando. Atrás y abajo quedaban frondosos árboles para ir ascendiendo a un terreno más árido y áspero. El sol golpeaba egoístamente por todos lados. No había apenas árboles y el camino ascendía por la cara sur del monte donde el sol pegaba directamente. Siguiendo la subida, ya con un ritmo más decoroso e inteligente,  me crucé con tres chicas de Vitoria encantadoras, con la que compartimos risas y ánimos. También coincidí con una pareja de granadinos, andaluces que somos, cargados de medallas de cofradías de Semana Santa. Por razones lógicas, omití entablar conversación cofrade con susodichos personajes por temor a ser abducido en una charla que a nada conducía en aquellos parajes.

Al fin llegué arriba, a O Cebreiro, un poblado de piedra gris ya en terreno gallego donde se agolpan las tiendas de recuerdos, los bares, las pensiones… todo estaba un poco alejado de la paz que buscaba.  Sin duda es uno de los puntos clave del Camino y así lo demuestran la gran cantidad de autobuses y coches que estaban arriba robando el encanto del momento. Después de agotar mi cuerpo y abrir más que nunca mis sentidos, allí me sentía como un extraño y, en unos de esos ataques de gloria que de vez en cuando me entran decidí… voy a seguir caminando. Después de la etapa del día, de subir Piedrafita, del calor, del hambre, de la fatiga, de la hora… y me da por seguir. El próximo albergue no estaba lejos del todo, a unos 6 km. de distancia y sin complejidad excesiva, además por carretera, camino llano… total que para adelante. Dejé atrás O Cebreiro y proseguí mi camino hasta Hospital de la Condesa. Durante esta hora y algo que duro este trecho coincidí con un peregrino de Dos Hermanas, que venía desde Roncesvalles. Reconoció mi procedencia por mi acento, y además por mi pañuelo rociero que siempre llevo anudado al mi cuello. Me soltó un “tu eres de abajo ¿no?”. Al oir ese inconfundible acento me sentí más orgulloso de mi procedencia que nunca.  Anduvimos juntos un buen rato charlando de lo diferente que somos “la gente de abajo”, de nuestras costumbres, de nuestros modos… así  llegamos en nada hasta llegar a la aldea de Hospital, un pequeño y anónimo poblado de casas de piedra, eso sí, con un restaurante donde se comía bastante bastante bien y con un albergue que, para mí, es el mejor que me he encontrado en el camino. Después de ser recibido por la hospitalera y darme la pertinente ducha, vino el bajón físico. Me di cuenta, tanto mi cuerpo como mi mente,  que los 40 km. de hoy, dejando atrás la subida, habían sido una autentica burrada y una paliza. Me encontraba sencillamente sin fuerzas y mis pies ardían por el esfuerzo.

Aquella tarde tuve una de esas historias propias del Camino. Después de comer coincidí en el soportal del Albergue con Ana, una mujer abulense, ya más que adulta, la cual no se despegó de mí en toda la tarde. Sin duda, son de esas historias que se reflejarían en una película cómica cobre el Camino. Yo decía… “bueno Ana, voy a estirar un poco las pierna”… Pues yo también… “Ana, voy a tomar café”, Pues te acompaño. Ana... voy a ahorcarme un rato, vale los dos… ¡Dios!. Pero… lo mejor está por llegar cuando hablando de las ampollas del día (gracias a Dios mis pies terminaron la jornada sin que hicieran presencia) me dice: “¿tu sabes curar ampollas?”... y digo… bueno, si... no… no se… no creo. “Mira, pues me vas a curar una que tengo en el dedo”. ¡¡¡Madre mía, con esto, y la confesión con los Linguaxeros tengo más que ganado el año de indulgencia!!!. Ahí tuve que tirar de casta y hacerle la reparación a la señora que, una vez sanada de mala forma y peor fe, pude dar esquinazo al decir “voy a hacer una llamada”. Me refugié en el bar de la aldea a tomarme un cafelito y a escribir mis anotaciones y reflexiones diarias pero… pesadilla… resonó en el cogote un “oye que bien estoy, gracias, te invito a un café”. ¿Qué digo, no?. En fin. Me di por vencido y tuve que ver todas las fotos de su familia que llevaba en el móvil. Al fin y al cabo no dejo de ser un petardo antipático.

La tarde pasó y después de picar algo de cenar, también con Ana, como no podía ser de otro modo, por fin me quedé solo y me fui a la salida del pueblo a sentarme junto al camino a ver cómo la tarde, ya casi noche, me hacía ver que la vida, a fin de cuentas, son una conjunción de momentos, de personas, de hechos que, por mucho que nos empeñemos y queramos, estamos obligados a disfrutar. De regreso al albergue, pasé de nuevo por el bar y, con la compañía de algún lugareño absorto en su propio mundo, probé el orujo de la casa a la salud de mi hermano José Andrés, gran orujero y galego de adopción….¡Albricias! Muy casero el orujo, eso sí, me hubiera gustado con un poquito más de hierbas en el alcohol… Uf… Al llegar al albergue ya todos estaban en esa retahíla casi silenciosa de conciliar el sueño. Muchos aprovechan esos momentos para atender los mensajes del móvil, otros para darse algún abrazo cariñoso con sus acompañantes o bien cruzas alguna mirada sonriente con la persona que tengas al lado en la cama. Esos momentos de calma, de paz después de un día duro de camino. De sosiego previos al sueño del peregrino… Ese sueño jacobeo que te llega sin pedir permiso y en el que te entregas inconscientemente del modo más dulce…

Al siguiente día pagué con creces el maratón del día anterior. No pudo ser. Pájara. Lógica. Con todo y con eso cumplí los 25 km. que me separaban de Samos. Ni encontraba el ritmo, ni las piernas me respondían. Eran dos bloques, pesadas, duras. Imposible coger el ritmo, y nada más salir, además de una estampa única de ver amanecer a tu derecha, subir el Alto del Poio. Nada, apenas 2 kilómetros, pero… en fin. Los que lo han subido sabrán lo que es. Así que me plantaba sobre las 7 de la mañana habiendo subido el Poio, con las piernas como el mármol, cansado y sin ritmo… Y Samos a 20 km.

Dejé atrás Fonfría y Viduedo, donde retomé fuerzas con el desayuno en un lugareño y solitario bar de aldea. Bueno, desayuné a medias… se me cayó al suelo una de las tostadas… y boca abajo obviamente, ¡coraje Dios!

Desde el Alto del Poio hasta Samos todo es una interminable y eterna cuesta abajo. Y si complejo es subir… igual de duro (o más) es descender. Tienes que ir haciendo fuerza con piernas y brazos para no desestabilizarte e ir al suelo ni coger demasiada velocidad. ¡Qué imprescindible es el compañero bordón en estos momentos!. El camino es prácticamente el mismo que el de subir O Cebreiro pero en sentido descendente, a veces ves rampas que dices… me siento en el suelo  y lo bajo como un tobogán que es más sencillo y factible. Pero no, ahí sigues luchando contra un camino por el que han discurrido millones de peregrinos desde hace siglos. Tengo que decir que en el descenso se me  torció el tobillo en tres ocasiones, algo muy frecuente y con lo que hay que tener cuidado porque suele ser el motivo del fin del camino para más de un peregrino. Gracias a Dios no trascendió la cosa a más y continué sin problemas.

Llegar a Triacastela se me hizo eterno. Lo ves abajo en el valle, lo ves, lo ves… pero jamás llegas. Por cierto, como anécdota, me crucé en el descenso con unas hordas de Indignados de la Plataforma Democracia Real Ya que hacían el camino al revés… para llegar a Madrid a protestar… Iban con su parafernalia: sus perritos, sus flautitas, sus juegos malabares, sus pantalones morados con los fondillos caidos, sus miradas cristalinas de sospechosas procedencias… “Peregrino ¿unas monedillas para la causa?”… me detuve con ellso unos minutos para compartir sus intenciones y desearles la más sincera de las suertes. A pesar de todo… ellos van a lo suyo, como yo a lo mío. Igual ellos tampoco entienden que me haga una kilometrada para darle un abrazo a un santo…

Una vez en  Triacastela y me metí en el primer bar que vi medio decente y me tomé un zumo de naranja con premura para recuperar el aliento perdido en el frenético descenso . Me desvestí de mi otro yo (mi mochila) y mi espalda lo agradeció eternamente. Creí oír a mi espalda suspirar de alivio.  Descansé un buen rato ojeando la prensa que había en la barra del bar sin prestarle más atención de la necesario. Lo necesitaba. Estaba fatigado, realmente cansado. Es de esos momentos que me decía mi hermano Manolo en los que piensas… “¿yo que hago aquí en medio de un pueblecito de Galicia, harto de coles, con un recalentón impresionante pudiendo estar en mi casita?”. Lo piensas, claro que lo piensas. Pero ves tu mochila, tu bordón, la credencial, la foto de mi peque siempre presente, algún peregrino sentado frente a ti con la misma cara de cansado, te miras a ti mismo y te dices… hay que seguir. Como la vida. Esa parada me sentó francamente bien. Retomé un poco el aliento después de la bajada infernal y retomé el camino. Justo en este pueblo el camino toma dos variantes. Por San Xil, más corta y fácil, o por Samos, 6 km. más larga y compleja. Mi maestro peregrino, mi hermano, me dijo que optara por Samos que no me arrepentiría. Y ¡vive Dios! que no te arrepientes. Personalmente creo que el tramo entre  Triacastela a Samos es el trozo más bonito del camino. No se anda mal. Hay tramos de carretera, otros de camino y otro por medio del bosque, hay de todo. Y por supuestísimo te cruzas con Sancristobo, el que considero el pueblo con más encanto del todo el camino. Y le digo pueblo por no faltarle el respeto lógicamente porque son literalmente tres casas. Tres y separadas por el rio Oribio. Pero sus caminos son oníricos, verdes, frondosos, silenciosos, místicos, únicos... Quizás Peter Jackson tuviera que visitar estos parajes y caminos si quisiera rodar de nuevo El Señor de los Anillos.

El siguiente pueblo Renche, muy cerca, casi seguido y de ahí a Samos solo restan 4 km. Pero dicha distancia tan corta se me hicieron eternos, por mi hijo lo digo. Eternos. Me paraba cada veinte pasos. No podía más, agotado. Sin gasolina. Daba otros diecinueve pasos y otra vez parado, cualquier repecho o cuesta me parecía el Angliru. Otros quince pasos y parado… Esa sensación de no tener ni gramo de fuerza. Me sentía acabado, y de pronto, tras un recodo… El majestuoso e imponente Monasterio de Samos a tus pies ¡qué alivio!  Apenas me separaba una empinadísima cuesta abajo y llegaba al pueblo. Descendí lo más decorosamente posible y llegué hasta el Albergue, pero... abría a las tres de la tarde y eran las dos cuando llegué, por lo que mandé la mochila lo más lejos que pude y me senté en el bar de enfrente a refrescar mi seca garganta con una exquisita sidra y dos trocitos de tortilla de patatas. Manjares de Dioses a la altura de película en la que estaba.

El Albergue de Samos está dentro del propio Monasterio. Seguramente no es el más limpio ni el que tiene los mejores medios, ni el más cómodo. Pero es una grata sensación reconfortante poder dormir al cobijo de un Monasterio en pleno camino de Santiago. Uno de los atractivos de esta parada es la obligatoria misa de media tarde. Totalmente cantada en Latín, con mucha parafernalia, con una ceremonia muy autentica y pura. Es de esos momentos reconfortantes para el alma en el vacío de una iglesia, oyendo los cánticos en latin, el olor a incienso, el cansancio en el cuerpo… momento místico, muy mío, que sabéis que soy de eso.

La tarde dio poco más de sí. A caballo entre la cama para descansar la espalda y las piernas y los alrededores del Monasterio. Apenas había ni ganas ni fuerzas de nada. Concilié el sueño como buenamente pude a pesar de las risotadas de un grupo de scouts que venían haciendo “el camino”. Ni ánimos tenía de sacar mi lado más Rodríguez y mandarlos a tomar por donde dijimos. Yo a lo mío, a descansar, que es lo que necesitaba.

La siguiente etapa es de auténtica transición. Es de esos días en los que  tienes que avanzar hacia tu destino, hacia el objetivo, lo más rápidamente posible. Salí de Samos muy temprano, el albergue estaba llenísimo de peregrinos e hice por salir rápido y temprano para ir caminando esos primeros momentos del día en soledad. Qué sensación más deliciosa es acompañar al campo en su despertar. En el día de hoy se disfruta del caminar, no es una etapa demasiado exigente, y la orografía que presenta es la justa para sentirte peregrino, sin necesidad de sufrir en exceso ni de ser un mero transeúnte. Los primeros pasos de la jornada, aún de noche y con el fresco de la mañana lavándome el rostro, fueron muy emotivos. Nada más salir de Samos coges a la derecha un camino que te lleva por unos senderos entre bosques frondosos y silenciosos. Es una bendición sentirte rodeado por la naturaleza en su máximo esplendor. Los primeros kilómetros forman un entramado de opciones, caminos, atajos que te hacen entretenerte como si fuera un juego. A veces observas múltiples flechas amarillas que indican caminos diferentes… pero… no hay problema. Ya a estas alturas no hacen falta flechas, sigues, sigues, porque sabes que vas a llegar.

Las flechas amarillas son increíbles. A veces vas pensando “hace tiempo que no veo una, iré bien”... y zas justo ves una. O a veces, vas mirando al suelo pensando en otras cosas, piensas en una flecha y la ves. O sabes dónde tienes que mirar porque sabes que ahí hay una flecha. Silencioso romance el que se establece entre peregrino y flechas amarillas.

Después de pasar mil y una aldeas como Teiguin, Ayan, Gorolfe, Perros, Sivil, Pascais… se llega temprano a Sarria. Otro de los puntos clave del camino puesto que es el lugar desde donde lo comienzan muchos peregrinos ya que supera en poco la centuria de kilómetros necesarios para obtener la Compostela.

En Sarria el panorama empieza a cambiar. Los 12 kilómetros anteriores de buen camino, de juego laberíntico, de agradable caminata, dejan paso al tramo más duro de la etapa. En la propia Sarria debes de sufrir la subida a la Iglesia Parroquial para luego afrontar una bajada brutal dejando el Cementerio a tu derecha. Una bajada que asusta. En apenas 200 metros  de distancia se puede bajar no sé yo… Con las bajadas es con lo que más sufro. Lo constato. Mis pies sufren muchísimo. Me duelen, al igual que las rodillas al tener que ir frenando el peso y la inercia del descenso. Odio las bajadas. Y tras bajar, subir. En este punto a la salida de Sarria se inicia un lento camino en ascensión, apenas duro, apenas inclinado, pero muy prolongado y constante. Cruzamos las vías del tren y el azar me hace detenerme a mitad de la ascensión en la aldea de Barbadelo, donde un anciano sacerdote me invitó a poder disfrutar de un momento de rezo íntimo en la soledad de una iglesia románica. ¿Se puede rechazar eso?. Accedí a su alternativa y allí, de rodillas, ante la penumbra silenciosa y el olor a piedra mohosa de una anónima obra del Románico, pensé en los míos y rogué a Santiago salud para todos. Ese momento de aliento espiritual me confortó el cuerpo y seguí la calurosa ascensión dejando ya atrás el punto kilométrico 100. Este momento es un antes y un después ya que una vez superado empiezas a volar y observas como como las decenas caen. 90, 80, 70… empiezas a ver el final. Empiezas a notar que se acaba.

Físicamente estaba perfecto (el día me lo estaba tomando como disfrute y como recuperación del día anterior) y la hora era óptima. Pero a escasos 5 km. de Portomarín, final de la etapa, me crucé con un Albergue privado en la aldea de Mercadoiro con una pinta excelente. Dudaba en llegar a Portomarín o pernoctar allí. Sopesaba las ventajas e inconveniente de llegar a un pueblo grande e importante porque ya sabía lo que iba a encontrarme. Finalmente opté por  quedarme en mitad del camino, optando por el silencio respetuoso del campo con el peregrino anhelante de descanso. Así que entré, y di por finalizada la etapa del día.

En este Albergue supe lo que es la amistad en el camino. Compartí sobremesa con Violín, un chico búlgaro de nacimiento pero de nacionalidad austriaca. Una persona encantadora, cansado de su trabajo de programador en una multinacional con interminables jornadas de trabajo, decidió un día salir a caminar. Comenzó su travesía en Roncesvalles hacía ya tres semanas. Confieso que sentí más que envidia al ver las fotos de los Pirineos, en Pamplona, La Rioja… lo haré algún día, me lo prometí. La verdad que mantuvimos una conversación interesante utilizando la variante peregrina del Esperanto: mezcla de andaluz, español, galego, francés, inglés, alemán, búlgaro… la cuestión es que nos llevamos toda la tarde charlando sobre la vida, la familia, la amistad, el trabajo… y nos entendimos perfectamente.  El Camino. Eso es el Camino, no otra cosa. El encargado del Albergue también era una persona espectacular. José, un chico valenciano que lo dejó todo en su casa por montar un Albergue en pleno Camino. Compartimos risas, charlas, cervezas y algún que otro orujito de la casa, que por cierto, de vez en cuando corría a cuenta del propio José. Ole las buenas gentes del camino. También me hizo gracia la cara que puso una chica australiana cuando le nombré el quince titular de la selección aussie de rugby… se descojonaba al ver cómo me sabia el nombre de los jugadores, aunque… me hundió cuando me dijo que yo no tenía pinta de jugador de rugby jajaja. Claro, acostumbrada a las bestias infames del hemisferio sur… siempre nos quedará en Europa el rugby Champagne. Así, entre amagos de conversaciones, entre orujos, risas e historias, llegó la noche y la hora de dormir…

El día siguiente lo destapé bastante temprano. Me desperté el primero de mi habitación y en el máximo silencio que pude empecé a prepararme para la nueva jornada. Aún era de noche y apenas entraba luz por la ventana, por lo que me tomé mi tiempo para vestirme a sabiendas que sería el primero en comenzar a caminar. Nada más abrir la puerta del Albergue… una nueva sensación peregrina. Caminar bajo la lluvia. Una capa constante de una finísima e invisible agua me acompañó en los primeros pasos. Era tan débil (pero tan constante) que no merecía la pena protegerse pero, notabas cómo te iba calando por dentro de un modo peligroso.

Dejé atrás Mercadoiro y en apenas cuarenta minutos, ya amaneciendo, llegué a Portomarín. Otra broma. Resulta que llegas a la orilla del Miño y has de cruzar para llegar a la localidad. Luego tienes que subir unas escalinatas horribles y vuelves a bajar una cuesta para desembocar en otro puente que tienes que cruzar al otro lado nuevamente…. ¡cosas del camino!. De todos modos, en el propio pueblo,  aproveché para tomarme el primer café del día donde coincidí en el desayuno  con Isabel, una peregrina de Madrid que llevaba un día andando… y ya no podía más. Madre mía, pensé yo. Proseguí mi camino entre la lluvia y un buen número de peregrinos que sobrevivían en su singladura. Los caminos de Gonzar, Castromayor y Hospital de la Cruz son caminos entre bosques poblados y de buen caminar. Se avanza, se disfruta. Hoy es quizás el día con el que más peregrinos te vas encontrando. El camino se hace un goteo intermitente de mochilas y bordones. También me sorprendió la gran cantidad de excursiones de grupos Scouts o religiosos con los que coincidí. Aunque no me gusta caminar a su lado, hay que decir que aportan un poco de frescura al camino con sus risas y sus cánticos, hecho que a veces se hace necesario.

Hasta llegar a Eireche caminas por un infinito poblado… no sabes dónde empieza una aldea y comienza la otra y  siempre vas viendo algún núcleo rural, dispersos, pequeños, aislados… pero ahí están, marcándote el Camino. Una vez ya en Eireche volví a acordarme de una de las recomendaciones de mi hermano Manolo que me dijo antes de salir, en este caso sobre los usos múltiples del bordón. Resulta que me adentré en las calles del pueblo, fuera de lo que es el  propio camino en sí, para buscar un bar y tomar algo fresco. Pero claro, cuando me di cuenta estaba en un patio de vecinos con una jauría de perros que venían hacia mí de muy mala gana y peores intenciones. Retrocedí mis pasos a la carrera y tiré de bordón para ahuyentar a las fieras lo más convincentemente posible. Dios, temí por un momento que no estuviera en condiciones de disputarle la carrera a los salvajes perros, pero salí de la situación lo más decorosamente posible. Eso me pasa por irme por donde no debo.

Acumulaba ya en las piernas cerca de 25 kilómetros y  esa capa de lluvia invisible del inicio de jornada desapareció radicalmente para dar paso al sol y, claro, llegó el “tío del mazo”. Pájara. A dos kilómetros del destino final en el día de hoy, Palas de Rei, me entró un pajarón de caballo quizás peor que el de algunas jornadas atrás. No podía más. Ahora puedo presumir de saber cuál  esa sensación de los ciclistas cuando se acaban las fuerzas y ni puedes dar pedales. El dolor en la rodilla era sencillamente insoportable (los achaques de mi amado rugby que siempre aparecen cuando menos los esperas). Menos mal que apenas me separaban del destino un par de kilómetros, dos mil metros de nada que se me hicieron eternos que, además de la fatiga física, sumas la mental porque en momentos como éste es cuando vienen a tu cabeza por qué y para qué estoy aquí. Mi situación personal y familiar llamó a mi cabeza, se me vino el mundo encima al pensar en todo ello y sobre todo en mi pequeño rey. Y todo eso, todo eso, te hundes un poco más.

Finalmente me hospedé en el Albergue Mesón de Benito, justo a la entrada del pueblo. Fantástico. Muy limpio, moderno, cómodo, y sobre todo con un grupo humano espectacular. Mientras almorzaba compartí charlas con el propietario del local, el cual no paraba de ofrecerme más y más comida durante el almuerzo. Me decía “al peregrino hay que tratarlo con cariño y con cercanía”. Lo recordaré siempre. Buena persona, sin duda.

La tarde en Palas fue muy agradable y relajada. Muchísimo ambiente peregrino en bares y plazas por todo el pueblo. Cuando ya el sol se apagaba lentamente, coincidí en uno de esos bares con mi amigo Violín, el cual me invitó a pulpo y pimientos de Padrón, mientras nos adivinábamos las palabras que nos intentábamos decir. Un grande en toda regla. También coincidí con la chica de esta mañana, Isabel de Madrid, la cual me confesó que está pensando abandonar y regresar a Madrid porque ni le estaba gustando y se le estaba haciendo muy duro. También me confesó, algo ruborizada,  que había cogido un taxi los últimos 10 kilómetros de etapa... No veas la parrafada vital y emocional que le solté, terciando dos jarras de cerveza, animándola a seguir luchando e invitándola a seguir para demostrarse a sí misma que podía con todo esto y, al menos, me confesó que lo haría.

Ya entrada la noche volví al Albergue donde disfruté plácidamente de un bocata (enorme, bestial) de bacon con queso, en pan de barra gallega, con una grandísima jarra de La Estrella de Galicia. Momentito personal e íntimo del día. Inigualable… y de ahí, sin tiempo a nada y cansado del día y de los kilómetros, a dormir. Una tarde y un día fantástico. Cada día me encuentro más feliz y orgulloso por hacer esto.

Al día siguiente volvieron a mis piernas las malas sensaciones que tuve el día después de subir O Cebreiro. Supongo que en este caso no sería por la dureza de la etapa anterior, sino por los kilómetros que empiezan a acumularse en la mochila y la falta de un descanso adecuado y placentero. La cuestión es que desde bien temprano no encontraba  ritmo en mis pesadas piernas y tenía por delante 30 km. hasta Arzúa, hecho que hizo que me sobreviniera una sensación de desaliento que fue marcando los primeros metros de la etapa. Además, según me comentaba mi hermano Manolo días atrás, la etapa de hoy se presentaba como un auténtico rompepiernas de subidas y bajadas, caminos de piedras, de tierra, carretera… aunque, dicho sea de paso, y sin llegar a ser un consuelo porque no quería que finalizara, es también  la última etapa dura del Camino del que apenas distan ya 40 km. hasta la Catedral de Santiago.

Otros de los aspectos con los que te chocas en el día de hoy y te acrecienta el desánimo es  el cada vez más numeroso grupo  de peregrinos y gentes que se acercan al camino, aparecen nuevos personajes, nuevas amistades. Conforme te acercas al destino todo se vuelve mucho más turístico, menos auténtico.

De las primeras horas de la mañana recuerdo el desayuno en O Coto, ya en la provincia de A Coruña. Un desayuno alternativo, en un pequeño bar de una pequeñísima aldea entre arboledas. Un café, un plátano y una porción de empanada. Desayuno raro sin duda, pero bueno, fue lo mejor que podía ofrecer aquella anciana de acento indescriptible y manos agrietadas.

Vagando por los caminos se llega en apenas un par de horas a Melide, la capital del pulpo. El único problemas es que eran las 9 de la mañana y como que… no apetece en absoluto a probar el que dicen que es el mejor pulpo a la gallega. Un pena. Por cierto, una anécdota al entrar en Melido, reconozco que tuve que hacer como mínimo unos 4 kilómetros más porque… si, lo reconozco. Me perdí. Iba pensando en mis cosas y me despisté. Veía a los lejos Melide, no había problema pero, resulta que Melide jamás llegaba y la iba dejando cada vez más a mi derecha. También observé que  el camino no tenía ni una flecha amarilla ni señalización alguna. Total, regresé sobre mis pisadas y retomé el camino después del lógico enfado por regalarme algunos kilómetros de más los cuales a la altura de película en la que estamos no son bien recibidos. Justo antes de llegar a Melide se cruza Furelos, un pueblo con muchísimo sabor gallego, precioso, y después accedes por una interminable cuesta a Melide, una ciudad con todos sus servicios. Cruzar una ciudad con coches, autobuses de línea, Policía Local ordenando el tráfico… y tu vestido de “romano” como yo digo, es bastante extraño. Llegas a acostumbrarte a la soledad y al silencio de los caminos y entrar en una ciudad molesta a los ojos y a la mente.

Desde Melide a Arzúa distan 15 kilómetros, pero me resultaron como al menos 500. El camino se hace duro, Don Lorenzo agota poco a poco y merma facultades (los cambios entre el frio de la madrugada y calor del mediodía no sientan bien) y los pasos se hacían cada vez más costosos. Tras dejar atrás Melide encuentras un buen trecho de camino sin aldeas, Boente el próximo núcleo que te encuentras, está a casi 6 km. Y eso mentalmente también te quema. Hoy el desánimo hace mella ¿se nota verdad?. Pero, como autentica y verdadera reflexión del Camino, hay que seguir, como en la vida. Hay días mejores, días peores… pero no puedes dejar de caminar. Recuerdo uno de esos mensajes que recibes en el móvil que te aportan ese plus de energías. De mi hermano Manolo: “You´ll never walk alone”. Sin comentarios.

Pasando Castañeda llegas a Ribadiso da Baixo, ya apenas a 4 kilómetros de Arzúa, pero sus cuestas son simplemente mortales. “Da Baixo”… El nombre no es gratuito. Es un tobogán brutal con unas pendientes que te matan. Y luego,a subir hasta Arzúa. Quizás fue el peor momento del camino, quizás no. Lo fue. Lo de O Cebreiro y el día siguiente era distinto. Este momento, la llegada a Arzúa fue dramática. Parece que cada día voy a peor, pero es que en cierto modo es verdad. Sería por el calor, por mi ritmo aceleradísimo en el caminar, por no haber desayunado bien… no lo sé. La cuestión es que a dos kilómetros de llegar no podía dar ni un paso más. Daba dos pasos y me paraba. Otros dos y me paraba. Para colmo vi algo que me desmontó por completo. A la entrada del pueblo vi como de un taxi se bajaban tres peregrinos orientales y comenzaban a caminar “para llegar andando”. No sé si me desanimó o me alentó, pero aquello me hizo pensar que mi esfuerzo, al menos, era sincero. Llegué como sólo Dios supo cómo. Mareado, con dolor de rodillas (me estuvo matando ese dolor), con muchísima sed, cansado… Busqué el Albergue Vía Lactea, uno de carácter privado en el que ya tenía decidido pernoctar y antes de nada me di una ducha más que merecidísima. Apenas había nadie en el albergue, por lo que me relajé duchándome con toda la tranquilidad del mundo disfrutando del agua caliente relajando mi cuerpo.

Con una buena ducha, ropa limpia, una cerveza y una hamburguesa del bar de la plaza del pueblo, con eso, volví a ser persona. La sombra de los árboles de la plaza garantizaba un frescor agradable y placentero. La sobremesa a la sombra de aquella plaza fue eterna. Ni podía ni quería moverme. Un café acompañaba mi reponedora y tranquilo tarde. Respirando, descansando. A veces un simple café supone un momento de relax único ¿por qué no lo sabemos valorar a veces?

Arzúa huele a Santiago. El ambiente juvenil y peregrino mezclado con las piedras de sus calles recuerdan a los alrededores del Obradoiro, siempre bulliciosos y repletos de vida. Al viajar mentalmente a Santiago no pude frenar el recuerdo de mi primera visita. Otros tiempos sin duda. No me quise poner trabas a la hora de recordar aquel viaje ni recordarla a ella. Pensé, recordé, extraje momentos de los dos que ya formarán parte de la historia… la rabia del imposible me llevó de nuevo a verme solo en medio de aquella plaza y mentalmente besé y achuché a mi niño, cayendo en la cuenta de que debía comprarle algo como recuerdo del primer camino de papa a Santiago. Quién sabe si algún día lo hará conmigo. Ojalá.

La tarde continuaba y por Dios que fue inolvidable. En el albergue entablé conversación con Elena, una mujer alemana de mediana edad, simpatiquísima, con la cual me tomé una cerveza mientras contábamos historietas y anécdotas de nuestra vida. ¡era futbolera y estaba enamorada de Sami Khedira! . Mientras hablábamos sentados a la puerta de un bar (del que hablaré más adelante) se nos agregaron una pareja de peregrinos que recién llegaba a Arzúa. Un espectáculo de positivismo y alegría. Él, Guillermo, un chico francés de lo más gracioso del mundo. Ella, Eva, de Zaragoza. También luego hablaré de ella. Los cuatro nos tomamos algunas cervezas y entre risas y comentarios se nos sumó al grupo Joan, el dueño del bar,un tipo de los más peculiar ya que dejó toda su vida por montar un bar en Arzúa y vivir de lo que den los peregrinos. El Mandala (curioso) es un restaurante que no termino de encasillar. No es el típico bar normal y corriente, pero tampoco es un bar de peregrinos a la usanza. Es de todo un poco. Joan nos contó sus andanzas e historias del camino, el cual ha realizado unas diez veces como atestiguaban las Compostelas que colgaban de las paredes del bar. Ha hecho todos los diferentes caminos. Nos enseñó fotos, nos contaba historias… un tipo genial. Junto a él, Kanyas, su socio. Otro tipo al menos auténtico.

La tarde fue pasando y dio paso a la noche. Decidí regresar al mismo sitio para cenar y me regalé un menú de gala: pulpo, queso de Arzúa y ribeiro. Para qué más. Cuando terminaba con todo  llegaban Eva y Guillermo, que iban a cenar y me pidieron que les acompañase, por lo que me senté en la mesa con ellos a charlar y degustar el vino de la casa que Joan nos ofertaba. Allí nos reunimos de nuevo todos para seguir con las historias, las risas, los orujos, las fotos… en fin. Ya saben. Lo que son las cosas y sin adelantar acontecimientos,  en ese momento a Eva no le caía nada bien. Le resultaba el típico andaluz graciosete y porculero. Cosas que pasan.

La noche se acabó algo más tarde de lo habitual y volví al albergue el cual ya estaba cerrado y todo apagado ¡Vaya peregrino!, tuve que llamar al portero y que bajara el chaval que se encargaba de aquello por la noche. Nos conocimos antes a media tarde hablando del descenso del Depor, por lo que en lugar de amonestarme por la hora me soltó maliciosamente y entre sonrisas con un acentísimo galego un “Anda cabrón vete a dormir”.

Como si fuera el cohetero del Rocío, me acosté el último y me levanté el primero. Apenas algún peregrino se movía en sus literas cuando yo ya me estaba anudando el calzado para caminar. Y al abrir la puerta… agua. Pero agua de verdad, no como el día de Portomarín que apenas era una niebla humeda no, esto eran chaparrones. Horrible. Y además de noche cerrada. Fue la única vez que tuve esa sensación parecida al miedo a la hora de caminar. En un momento me encontré absolutamente solo y totalmente a oscuras en medio de un bosque. Tanto es así, que regresé hasta donde se podía ver algo y allí esperé que mis ojos se adaptaran por completo a la oscuridad y que empezara a clarear un poco. Y todo eso lloviendo seriamente. A pesar de todo, me dije, esto es único. Apenas tuve que esperar mucho porque llegó un peregrino francés con una linterna y lo que hice, después de desearnos buen camino, fue seguirlo a una distancia media que ni iba con el pero podía advertir la luz de su linterna.

El día fue clareando, que no abriendo ya que las grises nubes daban por hecho que el día iba a estar metido en agua, y los pasos se hacían cada vez más ligeros. Al menos ya podías ver el camino, orientarte, tirar de guía… Lo más bonito de todo es que el siguiente pueblo al que llegas después de salir de Arzúa es Salceda, que está a unos 11 kilómetros. Por lo que estás algo más de dos horas caminando a oscuras, entre bosques, en silencio… ¡os animo a que lo probéis!.

En Salceda paré a tomar una infusión caliente. No me apetecía café ni nada que comer. Era aún temprano y además no tenía nada de prisa, por lo que opté por una reparadora menta-poleo. Por cierto, la dueña del bar me decía voy a poner tu mochila en la puerta en una silla, así sirve de reclamo a los peregrinos. Me llamó la atención, simplemente.

Continué andando pero cada vez más despacio. Esto se acababa, apenas me separaban 25 kilómetros de Santiago y la sensación de que el trabajo estaba hecho lastraba mi felicidad. No quería terminar. En apenas 3 kilómetros se cruza Santa Irene, Rúa y Pedrouzo, donde justo a la salida paré nuevamente para tomar un café en un solitario bar. Lo regentaba una chica joven, embarazada de unos 7 meses y cansada  ya de su estado. Compartí con ella experiencias sobre la maternidad y lo que tiene que llegar, fue alentador compartir ese momento con ella. Yo le insistía que al final todo pasa mucho antes de que se diera cuenta y le hice jurar que se acordaría de mi cuando luego se diera cuenta que todo tiene su fin. Todo. Como la vida. Como el Camino. Apenas salí de Pedrouzo volví a topar con el peregrino Violín. Nos alegramos mucho de vernos y decidimos compartir algunos kilómetros en nuestro  caminar. Solo la lluvia callaba nuestras jocosas conversaciones ininteligibles, ni tan siquiera la presencia de los aviones que descendían rozando nuestras cabezas en el Aeropuerto de Santiago, callaban las historias del camino. Y entre risas y golpes de bordón llegamos a Labacolla… es el fin.

La lluvia no paraba y se hacía ya molesta. El olor a humedad y el sudor interno provocado por el chubasquero te hacía sentirte sucio y cansado. Por lo que decidí que la etapa de hoy se acababa en Labacolla, a escasos 10 kilómetros de nuestro destino.

Mi amigo Violín decidió llegar en el mismo día a Santiago, apenas un par de horas más de camino y ya se cumple el objetivo, pero decidió invitarme a una cerveza que quién sabía si iba a ser la última juntos en nuestro camino y en nuestra vida. Después de un rato de más historias, chistes malos en idiomas confundidos y alguna que otra anécdota personal, nos despedimos con un sincero abrazo. De todos modos, teníamos la sensación de que nos veríamos en Santiago, ya que él se quedaba un par de días allí para descansar y continuar hasta Finisterre.

Una vez solo y alojado en la Pensión del pequeño pueblo, le envié un mensaje a Eva para darle ánimos y decirle mi paradero, ya que los dos sopesamos la idea el día anterior de parar en esta aldea. Al poco rato, me respondió con un mensaje que ella también descansaría aquí huyendo de aglomeraciones y gentío en el Monto do Gozo. Por lo que al menos tendría asegurado un buen rato de charla en la noche de hoy.

Depués de comer me subí a la habitación y caí sinceramente rendido. Era la primera vez en el camino que dormía en una Pensión y tenía una habitación para mí solo, por lo que me puse cómodo y rendí homenaje a Morfeo de la manera más dulce posible. Una simple siesta, a veces puede parecer la octava maravilla del mundo.

Ya en la tarde la lluvia cesó e hizo asomar un tímido sol que apenas secó la ropa húmeda del día. A medio despertar, y aún en la cama, recibí un mensaje de Eva diciendo que estaba ya en Labacolla por si tomábamos algo y, al rato coincidimos en uno de los dos bares que tiene el pequeño poblado. No era difícil el ocultarse aquí.  Charlamos sobre el accidentado día, duro sin duda. Echamos unas risas recordando las historias del día anterior en Arzúa y nos pusimos al día de nuestras vidas y el porqué de estar allí los dos juntos en un pueblo perdido de Galicia. Fue una tarde agradable y sincera que se completó con la cena. Cenamos en el restaurante que tenía la propia pensión y allí, además de vino, compartimos reflexiones sobre nuestra vida y charlas animosas que contagiaban la alegría mutua de la inminente llegada a nuestra meta.

No sé si serían los nervios por el final de mañana, la siesta, o ese cansancio acumulado que la cuestión es que me costó muchísimo dormirme. La rodilla empezaba a dolerme más de la cuenta, el tobillo (que me doblé varias veces a lo largo del camino) también empezaba a resentirse, las maltrechas uñas de los pies me tenían preocupado, la espalda ya no soportaba más la mochila… muchos ingredientes para un mismo plato y en la mente, Santiago.

El último día no tenía excesiva prisa por despertar. Como ya hemos dicho, apenas dos horas me separaban del Obradoiro por lo que me vestí y me preparé sin muchas prisas, despacio y disfrutando del día y del momento. Hoy me vestía de peregrino por última vez. El cielo se presentaba raso y limpio en las primeras horas del día,  y con una fresca y alentadora brisa comencé a terminar mi camino. Dejando atrás Labacolla se sube hasta el Monte do Gozo por un camino que me recordó a la antigua llegada a Bodegones, será el subconsciente peregrino, pero esas rectas asfaltadas flanqueadas con enormes eucaliptos me llevó mentalmente hasta el Camino de Moguer… ¡qué diferentes y qué parecidos en el fondo!.

El Monte do Gozo me defraudó enormemente. Más parece un centro comercial (con resquicios de campo de concentración) que un lugar mítico para el peregrino. Me alegré al saber que había acertado con la elección de dormir antes de este punto tan señalado en el Camino.

La sensación de ver a tus pies Santiago no me resultó todo lo mística que me hubiera gustado. Veía el final de algo que me resultó irrepetible, por lo que esa sensación de rechazo y de conformismo me agrió la primera vista de la ciudad del Santo Patrón de España. Conforme me iba acercando a Santiago el espíritu iba cambiando. La emoción, las lágrimas, los recuerdos, los pasos dados, todo se iba agolpando en mi mente, y de postre, pasé por el hotel donde me quedé la anterior vez que estuve en Santiago. Como dije, eran otros tiempos. Ella me vino a la cabeza y junto a ella mi pequeño. De la mano de ellos fui adentrándome en Santiago con sus recuerdos borrables e imborrables. No me sorprendían las lágrimas que brotaban de mis ojos. Ellos, por una cosa o por otra, eran el motivo principal por el que estaba aquí, y eso me hizo despertar y volver a la realidad de que me sentía muy feliz y pleno por haber logrado mi objetivo.

La nostalgia dio paso a la emoción desbordada. Las calles inundadas de gente te guiaban hasta la misma plaza. Te sientes un héroe bordón en mano y caminas erguido y altivo. Justo antes de entrar en el Obradoiro experimenté otra de esas sensaciones que se te clavan en el alma. En el arco que da acceso a la plaza, un chico interpretaba temas celtas con su gaita. Esas agudas notas de recuerdos gaélicos (y por qué no y en cierto modo rugbísticos) me llenaron el alma completamente. Tenía los vellos de punta al entrar en la plaza y plantarme frente a la imponente fachada del maestro barroco Casas Novoa. Allí me quedé un buen rato. Reflexivo, vacío, lleno, con la sensación de ¿y ahora qué?.

Pues ahora a cumplir el rito del peregrino, último escollo de todo aquel que se precie a llegar a Santiago a pie. Todo el ritual me pareció de un misticismo sin igual. Lo primero recoger la merecida Compostela, mostrando orgulloso los sellos de cada pueblo por donde pasaba. Y, como no podía ser menos… conseguí que en mi primera Compostela figurara el nombre de mi hijo en lugar del mío. Cositas mías. La chica que lo realizaba me decía no se puede poner otro nombre distinto al de la Credencial, así que tuve que tirar de nuestro único y genuino ingenio andaluz para conseguir que aquella chica accediera a mi petición. Finalmente así fue. Siguiendo con el rito, a la Catedral de nuevo. Sin soltar la mochila, cansado y orgulloso, me dispuse a confesarme con los linguaxeros. La Confesión me resultó como un verdadero puñetazo en la boca del estómago… aquel “dame tiempo para que Dios me dé la luz para aconsejarte bien” pronunciadas por el joven sacerdote abrieron las cataratas de mis ojos. Aún hoy en día recuerdo sus palabras de aliento y de comprensión. Sin duda ha sido la confesión más real y auténtica que he hecho en mi vida. “busca las flechas amarillas cada día y en cada paso de tu vida” no paraba de repetirme una y otra vez. Y así es, el camino hay que seguirlo, hay que seguir avanzando día a día, despacio…

Una vez me pude recomponer las piezas que conforman mi mente, me dispuse a abrazar al Santo. Y en mis manos, para que me acompañara en el abrazo, la foto de mi pequeño Jacobo. Esa foto que veía en los momentos más duros y solitarios. Esa foto de esa mirada que me llena de luz y de pasión por un pequeño tan mío como ahora mismo lejano. Un día todo estará en su sitio, al menos así confío.

Esperé dentro de la Catedral el comienzo de la misa del Peregrino, de la que participé  con una inusual devoción y respeto. Y allí mismo, coincidí con una emocionadísima Eva con la que en silencio compartimos las sensaciones más sinceras que se pueden experimentar. La vida misma.

Una vez finalizada la misa di por acabado todo el ritual místico del Camino. Ahora es el momento de celebrarlo, ahora… a llenarme de la vida de Santiago.

Lo primero que tenía que hacer era buscar alojamiento, por lo que anduve buscando en compañía de Eva un sitio decente y barato para dormir. Al final encontramos cada uno lo que sus necesidades exigían y se podían permitir, por lo que nos emplazamos a vernos a lo largo de la tarde. Antes de subirme a mi habitación me compré mi tradicional camiseta de recuerdo del Camino (tampoco tenía nada limpio que ponerme) y una vez en la Pensión me di una más que merecida y relajante ducha.

Pensé en dormir un poco, pero el sueño me arrebataría esas horas mágicas de Santiago por lo que aseado lo más decentemente posible, salí a callejear por las calles empedradas del centro de la capital gallega. Paré a comer en la Taberna do Obispo, un lugar céntrico en plena Rua do Francos que conocía de la vez anterior que estuve en Santiago. Un lugar donde se come bastante bien. Me senté en la barra  y me dediqué una botella de Ribeiro acompañado con la tradicional vieira y los diferentes manjares de la zona. Al poco rato llegó Eva. Me llamó para ver donde estaba comiendo y quiso hacerme compañía, por lo que no tuvimos más remedio que pedirnos otra botella de ese único vino galego.

La tarde en Santiago fue fantástica. Nos dedicamos a pasear por todas las calles de Santiago. Solíamos estar en silencio analizando todo lo ocurrido en días atrás, con esa mezcla de amargura por lo que se acaba y de gozo por el trabajo bien hecho. Y también, porque todo hay que decirlo, porque después de tantas conversaciones era más que posible que no nos volviéramos a ver jamás.

Al llegar de nuevo al centro reclutamos casi sin querer a varios amigos y compañeros de viaje. Por allí se acercó Violín, Elena, la mujer alemana, José Antonio, un chico cordobés con el que coincidí en Samos, unas hermanas de Madrid, Paco, un chico simpático de Jaén… en fin, que fuimos haciendo un grupo más o menos estable de peregrinos que hicimos una amena y divertida ruta de tapas por los bares de la Rua do Francos. Ruta que concluimos decentísimamente en un pub donde nos prepararon una tradicional queimada en la que ardieron todos los malos deseos y malos espíritus.

La noche acabó bastante tarde y, como no podía ser de otro modo, fue a las mismas puertas de la Catedral. Sentados allí en el mojado suelo de la plaza, en silencio, fríos por la humedad de la noche gallega, todos nos fuimos despidiendo de esas personas con las que has compartido momentos intensísimos y que jamás volverás a ver en tu vida. Qué sensaciones más extrañas y raras. Qué duro, sinceramente.

Es el fin. Se acabó. Las despedidas dan paso a ese caminar silente por las calles de Santiago en busca del descanso que de paso a la vuelta y a la vida real. Te acuestas a dormir con lágrimas en los ojos y notas como tu cuerpo se relaja y te adormece en ese último sueño de este sueño que se llama Camino de Santiago…

Ultreia!!!!!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Ahora...

El Ahora...

No importa lo angosto que sea el camino

ni lo cargada de penas que esté la sentencia,

soy el amo de mi destino:

soy el capitán de mi alma.

(Willilam Ernest Henley)

 

Después de horas, incluso días, ya semanas, donde las palabras en mi boca producían dolor y en mi mente tristeza, una incómoda melancolía se va apoderando de mi alma en cada suspiro que dejo caer al suelo de la realidad en la que me he instalado.

Esa apatía de cara a pensar, a compartir conmigo mismo mis sentimientos, a degustar mi estado de ánimo, me hace ahogarme en un escenario escogido voluntariamente y del que cada segundo que pasa, de esta vida que ha frenado su avance temporal,  me siento más seguro y confiado. No cómodo. Pero si firme y convencido de que a veces en la vida hay que pararse, detenerse en el camino, mirarse al espejo, y ver no solo lo que refleja, sino qué podrá reflejar.

Dicen los que saben de esto que la vida es corta. A mí, me parece larga. Creo que siempre puedes echar el pie en tierra, deshacer el camino y volver a buscar un nuevo horizonte. Ni mejor ni peor. Distinto. No se puede anhelar un futuro al que no le estás dedicando un presente por muy glorioso que sea un pasado. El presente, el instante, el momento, es lo que prevalece. Hoy aquí, mañana… ¿importa el mañana? El dejar atrás el presente por forjarse un futuro te hace esclavo de la desidia, del inconformismo. 

El atrás ya pasó. Lo que sea, vendrá. Vivamos el hoy. Ni todo lo pasado son espinas ni rosas, ni el futuro se plantea prometedor o confuso. Nada importa salvo las sensaciones, las que percibas, las que huelas, las que saborees, las que te permitas en cada momento y de cada suceso. Las que te regala la vida, a diario, sin látigos ni cargas. ¿Por qué no nos paramos a pensar dónde estamos y dejamos de vivir de réditos y promesas?.

Hoy la vida me ha propuesto otro itinerario alternativo, ha variado el rumbo hacia un lugar que desconozco y que no quiero saber cuál es hasta que arribe. La vida es así, caprichosa, incierta, azarosa… ayer sé que estuve, hoy estoy, mañana ni idea. Y tampoco lo quiero saber, ni que me lo diga. No me interesa. Que sea lo que ella quiera, donde la vida me lleve, hacia donde Dios crea  que me merezco.

 

5 meses...

La rutina mecánica de cada día apenas nos permite echarnos a un lado para ver el transcurrir de la vida. Vamos tan deprisa en este tren que las personas, los hechos, las realidades,  van salpicándonos de un modo fugaz sin permitírsenos disfrutar completamente de todo lo que hacemos y sentimos.

Con esta rapidez, sin apenas abrir los ojos, nos damos cuenta que Jacobo ya ha cumplido 5 meses…

Ese proyecto de persona que llegó un día a casa ya es el dueño y señor de todo esto. Su mirada desconfiada dio paso a la mirada más limpia que haya podido ver jamás. Su fragilidad se ha tornado en la fortaleza de dos piernas que ya empiezan a empujar solicitando su espacio. Su dependencia absoluta va dando paso a un genio (muy familiar…) en el que las cosas las quiero “ahora y ya”. Su silencio se rompe con los primeros proyectos de palabras. Su seriedad adormecida va transformándose en sonrisa agradecida. Su quietud ahora es juego. Su vida se traduce a nosotros. Nuestra vida, es él.

A veces nos ahogamos al pensar que el día de hoy, ya no lo volveremos a vivir jamás. Su ternura, su genio, su risa, su llanto, su hambre, su sueño… mañana serán distintos a los de hoy, y su mirada será otra y sus juegos serán otros. Cada día es único e irrepetible.

Esa quizás sea la mayor amargura de ser padres. Verlos crecer. Ver que cada vez será más libre e independientes, que cada vez se molesten más por nuestras cosas, que empecemos a no saberlo comprender, que le intentemos imponer unas reglas que vayan en contra de su voluntad. Por mi… que se quedara siempre así. Con su despertar mágico, con su sonrisa cuando entramos por la puerta, con su respiración entrecortada mientras duerme, con su despertar a media noche en busca del chupete, con su ansia por coger el biberón y llevárselo a la boca, con su silencio curioso cuando papá y mamá hablan y que parece que va a empezar a opinar, con todas y cada una de sus cosas que lo hacen a él único.

5 meses de Jacobo. 5 meses de padres. Lo podremos hacer mejor, sin duda, se nos podrá criticar determinadas cosas, cierto. Pero lo que nadie nos podrá poner en duda es que va nuestro corazón en cada cosa que hacemos por él.

Sus energías son las que nos roba cada día…

Sigue así mi vida.

 

 

Feliz Navidad

La familia Rodríguez López os desea una sincera Feliz Navidad y un próspero 2011 lleno de felicidad, paz, salud y amor.

Muchos besos para todos

 

Mi pequeño All Blacks

 

La verdad es que no es por falta de ganas, ni de ideas, ni de historias que ya nos va regalando el pequeño en su día a día. Pero lo cierto es que cada vez se hace más y más difícil el buscar un hueco a lo largo del día para sentarse frente al ordenador y poder dar rienda suelta a las palabras.

Pero desde hace ya algunas semanas vengo arrastrando la obligación moral de dedicar unas palabras a una persona que ha sabido ganarnos para siempre con el más especial de todos los detalles que han tenido con el pequeño príncipe de mi vida.

No se trata del valor económico en si del regalo, ni la necesidad que se tenga del mismo, ni lo útil que sea, se trata del DETALLE con mayúsculas de pensar en traer desde Francia la más pequeñas de las equipaciones de rugby para el más pequeño de nuestra familia.

Germaine, no te puedes imaginar lo que supuso para mí abrir ese regalo y ver la equipación negra de los All Blacks para Jacobo. Ni idea. Me sorprende cómo una persona tan lejana a mí, a mi mujer y a mi niño pueda sobresaltarme tanto con un simple regalo. Puedo afirmar que jamás le volverán a regalar a Jacobo algo más especial. Pero si me sorprendió la equipación, más me sorprendió que nos tuvieras en mente desde que decidiste visitar a tu familia de Huelva, que le encargaras a tu hijo de Toulouse que buscara la equipación, que mostraras ilusión por regalarle este pequeño trozo de tela negra al menos conocido de los hijos de tu ’tía Manoli’ de Huelva. Ese gesto ha provocado que para nosotros te hayas hecho un hueco en nuestro corazón.

Haré todo lo posible para que cuando Jacobo sea mayor mi madre le hable de ti y le cuente tus historias, para que así siempre formes parte de su vida y tu recuerdo perdure en esta tu pequeña ciudad de adopción.

Un millón de gracias Germaine, un millón de besos de parte pequeño Jacobo.

El Tsunami IACOBUS

Ya va camino de dos meses desde que el tsunami IACOBUS asolara la acomodada rutina en la que se había instalado nuestras vidas. Ya casi dos meses de esta nueva etapa vital en la que dejamos de ser hijos para ser padres, en la que las costumbres, las necesidades y los hábitos se entierran definitivamente en el cajón de la eterna y deseada melancolía.

 Ya casi dos meses de ese turbulento día de hospital, de sufrimientos, de nervios, de dudas, de cansancio… hasta que la enfermera puso en mis brazos al trocito de vida hecho de nuestra vida. Jamás podré olvidar ese extraño cuerpecito de mirada cotilla y dedos diminutos que buscaban agarrarse con fuerza a la vida que le espera por delante.

 Estamos a las puertas de estos dos meses de alerta infinita a la espera de un llanto que no arranca o de un despertar a deshora. Dos meses ya del máximo regalo que un bebé puede esperar de sus padres: ellos mismos dedicados en cuerpo y alma a ver como va creciendo día a día.

 Con su nacimiento no solo se inició su vida, ya que del mismo modo comenzó la nuestra. Atrás queda una vida para empezar otra. Todo lo hecho no sirve de nada, ya que desde el mismo instante del primer llanto, sabes que el resto de tus días tu mente y tu corazón va a estar ocupado en marcar el buen camino a ese pequeño de mirada desconfiada. Piensas que una pareja se puede romper, pero un hijo, un bebé, es eterno.

 Los primeros días fuera del hospital fueron caóticos, resultado de la suma de inmadurez, poca paciencia, falta de costumbre y analfabetismo pueril en estado puro. Sales del hospital con un pequeño cuerpo al que debes de alimentar, de asear, de amar… y no sabes por donde empezar. Lo que un día crees que haces bien, al día siguiente no vale para nada y hay que volver a empezar. A veces es agotador.

 Durante estos casi 60 días de vida del pequeño Jacobo, su progreso y su crecimiento es incuestionable. Parece que atrás va dejando sus problemillas del confuso “cólico del lactante” para ir regalándonos poco a poco las primeras sonrisas incontroladas. Sonrisas que tal vez queramos dibujar los padres como regalo agradecido de la mayor sumisión de todas.

 Él sigue su destino, su camino, el que según algunos ya tenemos escrito. Día a día va creciendo en cuerpo y espíritu haciéndose un bebé grandote y sano, lleno de fuerza y de vitalidad, las mismas que nos van robando a Nati y a mí, o las mismas que nosotros le vamos regalando, quién sabe.

 Por cierto, ya el Señor de la Madrugá lo tiene como uno más de sus hermanos gracias a su madrina Anamari y a su tío Andrés. Ellos sabrán como guiarlo para que pronto tenga su primera tunica morá.

 Que Él lo guíe en su vida.

 Sigue creciendo mi niño… cuánto deseo poder jugar contigo a las latillas en el pasillo de casa…

Jacobo

Hoy, 24 de Septiembre, festividad de Nuestra Señora de la Merced, ha venido al mundo el pequeño Jacobo. Ha costado su trabajo. La dedicación y el esfuerzo de mi mujer por darle la vida se complicaron con un simple nudo en su cordón umbilical, hecho que derivó en una cesarea tras más de 7 horas de parto, dilataciones, contracciones...

Estamos rendidos. Pero ver tan cerca a ese personaje tan pequeño, y con cara de bonachón, bien merecen esfuerzos y sufrimientos.

Hoy le he dado el primer y pequeñísimo bibi. Y ha sido fantástico.

Sólo queda esperar la pronta recuperación de mi niña, la luchadora, para que pronto empecemos, de la mano, el recorrer los tres el camino que nos marcará la vida.

Estoy cansado. Muy cansado. Han sido 36 horas sin dormir, desde que ayer me levanté para ir al trabajo... y llego a casa ahora.  Literalmente destrozado con la mente puesta en los componentes del trinomio que dejé en el Hospital.

Mañara será otro día, hoy ya es el primer día del resto de mi vida.

 

El último kilómetro

El último kilómetro

Ahora entiendo, sin la necesidad de haberlo vivido, las sensaciones que experimentan los ciclistas cuando entran en el último kilómetro en una etapa de alta  montaña. Ese último kilómetro eterno, en el que ves que todo se hace llegada menos el momento de cruzar la línea final. Los metros van pasando como hectómetros y la distancia se va haciendo más y más cuesta arriba. La extenuación en cada última pedalada, ya sin oxígeno, en la que el agotamiento va ganando la partida al deseo innecesario de victoria. Quizás en estos momentos finales, a escasos centímetros de la línea de meta, es cuando uno piensa ¿es necesario todo esto?. Al margen queda la marea de gente, incesante, impetuosa, sádica al gozar con el sufrimiento de un deportista. Gente que licua su cotilla adrenalina con golpes acompasados en las metálicas chapas del último kilómetro. Voces, gritos, sirenas, luces, ceguera… Es más que posible que en esos últimos golpes de riñón la visión se nuble de tal manera que pedalees a oscuras y contracorriente en un túnel triunfal.

 

Tras el devastador final, viene la invisibilidad. Cruzas la línea de meta y en esa vorágine de manos y cabezas te haces estatua ecuestre itinerante por el laberinto de una llegada ciclista. Dejas de ser persona. Dejas de respirar, dejas de sentir. Tu cuerpo entero, y tu mente, quedan bloqueadas por una fatiga extrema que merma la percepción espacio temporal.

 

No exagero lo más mínimo si afirmo que somos dos ciclistas en la más duras de las  etapa de cualquier carrera. No miento no.

 

El agotamiento mental ya empieza a ganarnos la batalla. El brazo comienza a torcerse hacia el lado más débil en este pulso que la vida  está jugando con nosotros. Los días vuelan y se hacen eternos en un calendario donde el círculo rojo se acerca a la estación. Estamos llegando. Estamos ya en el último kilómetro. En el más duro, en el que, sin fuerzas ninguna, hay que tirar de piernas y de corazón para dar la última pedalada, y luego la última, y la última, y más tarde la última… porque en esta etapa nunca se deja de dar pedales.

 

Queda el último esfuerzo para coronar el puerto de la etapa reina de nuestra vida. Te he acompañado durante todo el recorrido, tirando de ti, manteniendo el ritmo que demandabas para llegar con fuerzas al último puerto. Me he desgastado por ti haciendo el trabajo duro de la etapa, saltando a los ataques del resto, pero ahora, como buena jefa de filas, te toca a ti. Es tu turno, es hora de lucir el maillot de líder y salir a por la victoria. Ya es hora de que los gregarios se retiren para dar portadas a las figuras.

 

El trabajo esta hecho y el triunfo es para ti.

 

Solo debes aguantar el último tirón, apretar riñones, empujar, empujar duro… y levantar los brazos.

 

Confío en ti.

De vuelta...

De vuelta...

Regresamos a la cotidianidad de la ruinosa cita matinal con el despertador a la 6:20, después de casi un mes de intento continuo de desconexión mental excepcionalmente logrado en un par de chispazos de relax. Lo especial de este verano, con todo lo que conlleva, lo positivo y lo negativo, es el motivo de este nuevo modelo vacacional que será la tónica para el resto de mis periodos estivales. Cuanto antes asuma que los días chancleteros en Punta Umbría, vagabundeando por la calle Ancha en busca de un "huevo queso y york" de mi inolvidable Garito, han pasado a mejor vida, mejor afrontaré el resto de mis veranos. Habrá otras cosas, distintas, diferentes.

Lo más destacado de este periplo han sido las escapadas a Ayamonte y Cáceres. Unos días en dos destinos diferentes en busca de paz y de energía positiva en forma de barriguita que crecía por minutos. Sin duda se logró el objetivo de desconectar, pero... la gloria siempre sabe a poco.

En cuanto a la ración cultural veraniega, este año me quedo con tres películas: las últimas de Shrek y de Toy Story, y una sorprendente Origen. Para las lecturas me atreví con un libro más entretenido que interesante, El Informe San Marcos (Fermín Bocos).

Pero lo que hará especial estas vacaciones, lo que las hará únicas, será la sensación de ver crecer al pequeño gran Jacobo en el vientre del personaje más importante que marca mi vida. Y digo personaje porque tu, mi niña, eres un personajillo de cuidado. Única, diferente, distinta. El trasiego de médicos, de revisiones, de citas, de muebles, de paseos matinales por la playa, de papeles, de cunas, de carritos... aunque se hace agotador, mirándolo desde la distancia se vuelve lo más grande que a una persona le puede pasar.

Apenas queda un mes para que todo termine... o empiece que nunca se sabe. Vuelve la incertidumbre laboral, los dolores de cabeza, la tensión en una oficina que nadie sabe hacia donde navega, lo que diga uno, lo que dice el otro. Propuestas, proyectos... ya me duele la cabeza sólo de pensarlo. Ahora lo que sí que tengo claro es que terminaron mis días de unas vacaciones equivocadamente inconformistas.

Se acaba el verano... se acerca la ERA JACOBO.

Sal ya, anda.

Vosotros...

Vosotros...

Hoy quiero hablar de vosotros. Si, vosotros, vosotros dos, esos dos corazones que palpitáis cada noche junto al mío. La verdad es que tal vez sean las primeras letras que dedico en este cada vez más olvidado rincón, a esa ilusión en forma de miniatura llamada Jacobo, que late y corretea en el vientre de la que es mi otro yo.

 

Pero permíteme mi niña que comience contigo.

 

Grande. Eres grande. No tengo otra palabra que decirte que no sea esa. En estos cinco meses donde esa curva de vida va apoderándose de tu cuerpo, tu comportamiento, tu complicidad, todo, lo has hecho desde tu eterna perspectiva de responsabilidad y sentido común. Nada de rebuscados comportamientos reclamando protagonismo, nada de encasillamientos y modelos estéticos, nada de lamentos y quejas como si estuvieras soportando una pesada losa… nada. Únicamente te has dedicado a ver crecer cada tarde esa barriguita mientras descansabas en el sofá de casa, día a día, acariciándola, amasándola, reclamando mi mano cuando notabas algún movimiento. Aportándole desde su primer día ese aporte de normalidad y compromiso con la vida. Aunque creas que no… ya lo has empezado a educar y le estás imprimiendo ese carácter serio y humano tan escaso en esta vida. Insisto, grande, campeona. Única.

 

Y ahora hablo de ti, renacuajo. Perdona que sea egoísta y ya te esté inculcando algunos valores que creo que son innegociables para esta unidad familiar que estamos a punto de ampliar contigo. Por eso, mi niño, perdóname si te he sobresaltado alguna vez poniéndote demasiado fuerte los sones de Estrella Sublime o Campanilleros, o si desde ya te estoy haciendo oír a Manolo Lama en la Ser radiar los partidos del Real Madrid, o cuando me acerco y te cuento al oído lo guapa que está mamá. Perdóname. De todos modos, esos latigazos de vida que das desde tu escondite en absoluto hacen que me preocupe, ya que esos botes no son más que levantás al cielo, celebraciones de goles de Cristiano Ronaldo o abrazos que nos das ya desde ahí adentro.

 

No sé como lo haremos como padres. Estoy seguro que fallaremos en más cosas que acertaremos, pero descuida que intentaremos por todos los medios posibles, hacerte simplemente una buena persona. Con eso nos basta. Nos da igual que seas como seas y salgas como salgas, pero que tengas corazón, alma, brillo. Para educar no hay receta mágica, pero en esta ocasión espero que los ingredientes sean un poco de sentido común y responsabilidad, con una pizca de chispa e integridad. A ver cómo nos sale.

 

Por último quiero que sepas que cuando salgas vas a tener siempre a tu lado a dos escuderos para cuando te caigas en la vida, y también te sirvan de ejemplo porque lo son. Si Dios quiere junto a ti van a seguir creciendo tu primo Axel, que te va a aportar el corazón, y tu prima Mencía, que te aportará la sonrisa. Sé que podrás contar con ellos siempre. Y los tres formaréis un triángulo de vida que nos unirá más si cabe a todos.

 

No cambies jamás Nati.

¡¡¡CUMPLEAÑOS FELIZ!!!

¡¡¡CUMPLEAÑOS FELIZ!!!

Cumpleaños Feliz...

Cumpleaños Feliz...

Te deseo mi niña...

Cumpleaños Feliz!!!!!

Qué pases un día fantástico mi niña. Aunque soy yo el que debo hacerte regalo, el mejor que hay es compartir la vida a tu lado.

Feliz Día.

Cumpleaños Feliz...

Cumpleaños Feliz...

Hola a todos ciberamigos. Hoy, 22 de Abril, se cumplen 32 años de que este personaje granuja y tozudo viniera al mundo. Os doy las gracias por aguantarme durante este ya largo viaje. No tomadme demasiado en serio con mis cosas, soy como el champagne... explosión al principio, amargo al tragar, pero único en el paladar.

Gracias a todos por estar ahí.

Aunque hoy sea mi cuple... el mejor regalo vendrá a finales de Septiembre.

Besos y abrazos para todos

Fin de Semana Islantilla

Fin de Semana Islantilla

Gracias. Es la primera palabra que se puede y debe decir después de este maravilloso fin de semana en Islantilla. Gracias Nati, de corazón. Entre tanto ajetreo semanal notábamos como nos íbamos adentrando en una espiral de monotonía pasiva, en esa constante desgana y ese cansancio vital a causa del ritmo de vida y de las exigencias de este guión que tenemos marcado.

Coincidiendo que el festivo no me correspondía y que el sábado no era mi turno, se unieron en este Puente de Andalucía tres días completos de minivacaciones tan necesarias como merecidas. Y nada mejor para unas mentes en constante bombardeo emocional que desconectar de la rutina. No hace falta irse lejos, no hace falta lujos. Lo único que hace falta es buena compañía y ganas de hacer muchas cosas con el único pretexto de no hacer nada. Nos pusimos manos a la obra y pillamos una interesante oferta marcando nuestro rumbo al Hotel Puerto Antilla para descansar y desaparecer de los muros de nuestra casa durante 3 días.

Necesitábamos no dejar de mirarnos durante tres días, no dejar de hablarnos, de escucharnos, de risas sin sentido, de anécdotas y de historias, de confesiones, de caricias, de cogernos de la mano, de pasear sin rumbo, de señalar proyectos, de ilusionarnos con el futuro que se nos plantea, de seguir creciendo como pareja. Necesitábamos ser uno el espejo del otro, donde mirarnos y reconocernos, y porqué no, de seguir enamorándonos un poco más como adolescentes.

Gracias por el fin de semana mi niña.

Gracias por ser mi compañera.

Un beso para tí.

Viaje a Londres

Viaje a Londres

Quedaba pendiente las experiencias del pasado viaje a Londres que realizamos a principios de Diciembre. Rescato hoy las letras que escribí en su momento y os las entrego con lo más sincero de mis emociones de aquel de momento. Os presento… Londres.

 

Hablar de Londres es hablar de la ciudad más grande de Europa  si incluimos su interminable laberinto metropolitano. Su grandiosidad, su magnitud y lo insignificante que te sientes, es lo primero que percibes al pisar la capital del Imperio Británico. Una ciudad que te domina, que se te resiste. Como buen británico.

 

Desde que aterrizas en Gatwick (localidad a 46 km. de Londres) y te encaminas hacia el centro de la ciudad, no dejas de estar acompañado de industrias, adosados o urbanizaciones que conforman el entramado exterior de la gran ciudad, con lo que el llegar al centro histórico de Londres se te prolonga casi interminablemente. Es aquí donde te haces consciente de la grandiosidad de la ciudad en la que te vas encaminando hacia sus entrañas sin pedir permiso.

 

Hora y media después de pisar suelo británico, y de tomar un autobús, un tren, dos metros y una no despreciable caminata, llegamos por fin a lo que sería nuestro Campo Base en los días de nuestro viaje: The Hotel Caesar, una mini embajada española en Hyde Park. Se Trata de un hotel familiar perteneciente a una cadena española con hoteles en varios países europeos. Un sitio donde se habla español y no tienes ningún problema con el idioma ni con el menú, ya que te puedes pedir unas croquetas o un plato de jamón. Y créanme, eso en Londres, es un lujo.  

 

El vuelo por una parte, que resultó algo más pesado de lo habitual, y la meteorología por otra, que apenas llegaban las cinco de la tarde y nos parecía ya de madrugada, nos pasaron factura al iniciar nuestros primeros pasos como visitantes. Teníamos la opción de tirar de guía y de Metro para conocer alguno de los reclamos turísticos de la ciudad, pero nuestro instinto nos guió a lo que más nos gusta, a pasear, a mimetizarnos. Lo que restaba de tarde (o de noche) lo empleamos en aproximarnos a Londres. En intentar pillarle el ritmo.

 

Vagamos cogidos de la mano por el laberinto de tiendas, neones y glamour de Oxford St. y Regent St. camino de Picadilly Circus. Bullicio, gentes, prisas, luces, ruido. Londres se muestra aquí en estado puro como la gran urbe mundial que es. Moderna, sofisticada. Igual te encuentras un restaurante libanés que una boutique de Versace. Algo que nos sorprendió gratamente es que esperábamos una ciudad más “alternativa”, más hippy. Pero la realidad es que Londres llama la atención por la elegancia en el vestir y las maneras de sus gentes, por su apariencia glamurosa sin estridencias. Por su estilo urbano y puramente británico. Por cierto, cosas de los ingleses… en una elegante cafetería-biblioteca donde nos tomamos un respiro (además de algo para picar), cometimos el pecado mortal de hacernos una foto. La camarera, con esa mezcla de educación y pedantería británica, nos llamó la atención como si se tratase de quebrantar la plácida tranquilidad anónima del lugar. Británicos…

 

Continuamos bajando hacia Knightsbridge, junto a Green Park, hasta encontrarnos con los mismísimos Almacenes Harrods, o lo que es lo mismo, la catedral rococó de las grandes tiendas. Salas y salas inconexas que derraman lujo que te elevan de estatus social. Hablar de lo exagerado es hablar de Harrods. Unos almacenes oníricos donde en unos pasos te chocas con lo que desees (y te puedas permitir obviamente).

 

Dejamos atrás el maravilloso mundo de Harrods borrachos de lujuria y envidia siendo atraídos por un nuevo reclamo,  las luces de la feria de Hyde Park. No lo teníamos del todo claro si acercarnos o no, pero finalmente mereció la pena. Se trataba de una clásica Feria Navideña donde te cruzas con tiendas de productos típicos, atracciones, tabernas… todo muy navideño, todo muy británico. Incluso me atrevería a decir  cercano al mundo imaginario de Tim Burton, donde te esperas que algún payaso de alguna atracción te sobresalte. Osamos a probar el “mulled”, una bebida típica del norte de Europa, y más concretamente de épocas como la Navidad. Una bebida a base de vino tinto caliente con especias. Aquel brebaje nos reconfortó más de lo que es esperábamos del frío que comenzaba a hacer estragos, y que además bajaba acompañado de una llovizna que ni sí ni no. Como no podía ser dee otro modo...Muy británica.

 

La mañana siguiente descubrió un sorprendente sol al que acompañaba un frío que parecía una broma pesada. De esos que te duele todo. Después de un merecido desayuno continental (única comida potable del viaje) salimos a la calle guía en mano e ilusiones puestas en recorrer las entrañas y secretos de esta fría mañana londinense. Desembocamos en la parada de Metro justo frente al grandioso Big Ben, ese reloj hecho símbolo de todo un país. Grandioso, salpicado de los dorados reflejos del astro rey, lleno de fuerza. Todo un símbolo sin duda. Nos movimos alrededor del Parlamento haciendo tiempo antes de entrar en su vecina Abadía de Westminster que aún permanecía cerrada. Una vez dentro, y audioguía turística en el oído,  nos sumergimos en las historias y tramas palaciegas de la alta nobleza inglesa. Una Abadía que su vertiginosa altura te hace perderte en el infinito. Una visita necesaria y gratificante culturalmente.

 

Volvimos a dejarnos llevar por nuestros pasos y paramos en St. James Park (con sus ardillas recorriendo el parque), para desembocar finalmente en  Buckingham Palace, donde inesperadamente nos encontramos con el acto del cambio de guardia. Un evento magnificado y turístico en el que apenas ves nada. El recuerdo y la demostración de una monarquía británica que maneja los hilos de todo un país… o de cuatro, que ya no se  yo por donde andan los sentimientos. Y de ahí… plano en mano y tiempo para disfrutar, a la otra punta de Londres.

 

Nuestros pasos nos iban entreteniendo de un escaparate a otro, de tienda en tienda, de calle en calle. Ascendimos hasta Trafalgar Square y nos admiramos del ambiente navideño que regía en una pista de hielo que descubrimos en una calle anexa. Gente patinando, riendo, globos... todo muy navideño, muy de postal. Continuamos nuestro paseo carente de  rumbo y llegamos hasta la catedral de St. Paul, con más fachada que otra cosa, es como ese jarrón de casa de tu abuela. Muy grande, muy tal, pero en absoluto destacable. Mucho visitante y mucha foto para una Iglesia que en la eterna Italia pasaría desapercibida. Muy cerca de allí nos maravillamos con el  Millennium Bridge, obra del afamado arquitecto Norman Foster. A simple vista no llama la atención por sus sencillas formas, pero su esbelta línea y su ligereza te sorprende cuando vas descendiendo por él, desapareciendo casi mágicamente ante nuestros ojos. Cruzamos el Támesis hacia el sur y bordeamos la otra orilla hasta uno de los grandes símbolos de la ciudad, el London Bridge. Enorme, con fuerza. Una lástima que no pudimos contemplarlo en todo su esplendor ya que estaba en proceso de restauración, pero nos llenamos de ese edificio hecho símbolo de un país. Junto al mítico puente, London Tower, la fortaleza real desde época de “María Castaña”. Sus muros guardan celosamente el sentir monárquico y arcaico de una nación. Tal vez ese castillo sea en sí la cuna del sentimiento patriótico británico.

 

En los alrededores del castillo, con un ambientazo turístico más propio de un parque de atracciones, comprobamos realmente el poco gusto que tienen los británicos para la gastronomías. Degustamos un autentico fish and chips. Qué les puedo decir… que me gustaría saber qué es lo que tienen los británicos en las glándulas pituitarias, si eso es lo más destacado que puede ofrecer gastronómicamente este país…

La tarde caía y anunciaba la noche Volvimos al centro, donde las calles se iban abarrotando de propios y extraños. A pesar de la leve e invisible lluvia nos perdimos por lo que nos resultó de lo más atractivo de Londres: el Soho, ese collage hecho barrio donde convive la variopinta cultura asiática en Chinatown, donde tienen su reducto político-social el sector homosexual, y donde la clase media se gasta sus buenas libras en boutiques de moda y pubs de británica cerveza. Hablar del Soho es hacerlo del barrio con más ambiente que jamás haya conocido (ambiente en todos los sentidos…). Carnaby Street, con sus tiendas y fachadas decoradas de motivos navideños resultó una autentica pasada. Inolvidable de corazón. Por cierto, entre el mar de tiendas en la que navegas nos regalamos un par de detalles únicos. Nati se compró un vestido precioso de encaje y yo… el nuevo polo de paseo de la selección de rugby de Irlanda. Aquí, cada loco con su tema, como puramente es Londres.

 

El siguiente día amaneció precioso con un sol que casi se alcanzaba con las manos y un raso celeste por cielo. Eso sí. Frío para dar y regalar. El día de hoy estaba señalado en rojo desde hacía días. Seguramente era la excusa para esta escapada, para este rapto mutuo entre Nati y yo, pero es que  hoy asistiríamos al partido de rugby entre los Barbarians y los All Blacks. Un lujo, un sueño. Pero esto ocuparía la tarde y el día no hizo más que despertarse. Aun teníamos la mañana para dedicarnos a imitar a los londinenses lo máximo posible, para mimetizarnos una vez más con una cultura extrañamente europea.

 

Una de las pocas visitas obligadas que nos juramos hacer en este viaje era The British Museum, ese arca de la alianza de la escultura griega y egipcia. Llegamos con tiempo de sobra para entrar, incluso tendríamos que esperar un buen rato para acceder al museo, por lo que decidimos  hacer tiempo paseando por el vecino Russel Square Gardens, con sus cotillas ardillas y sus otoñales árboles como únicos acompañantes.  Al fin entramos en el museo y fuimos a lo directo, a lo aconsejado. Perderse entre las miles de esculturas deformadas por el paso del tiempo no era plato de gusto teniendo en mente el acontecimiento deportivo de la tarde, del año, de mi vida. Con todo dimos buena cuenta de la historia a través de las manos de los escultores egipcios, mesopotámicos y griegos, como Fidias y sus esculturas del Partenón.

 

Salimos del museo y decidimos ir paseando hasta la Estación de Victoria para coger el metro dirección a Twickenham. Llevaría un buen tiempo recorrer la distancia, pero apetecía disfrutar de frío sol que sombreaba Londres. Bordeamos todo Green Park y Buckingham Palace Garden hasta llegar, sin prisas, a la estación central de Victoria.

 

Lo ocurrido desde que cogimos el metro, hasta que volvimos al centro de Londres resultó la mayor experiencia rugbera que haya vivido jamás. Un sueño cumplido, como titulé lo ocurrido en un artículo anterior de este mismo blog. Si deseas descubrir mis emociones y sentimientos de aquel evento le invito a leer mi artículo dedicado en exclusiva al partido ( http://jesusrodriguez.blogia.com/2009/121401-barbarians-new-zealand...-o-un-sueno-cumplido.php ).

 

Regresamos al hotel con la emoción viva de asistir a un partido único de rugby, al mismo tiempo que cansados de todo el ajetreo del día y de las grandes caminatas de esta escapada londinense. Era nuestra última noche en tierras inglesas, por lo que nos relajamos en el bar de propio hotel haciendo un balance de nuestras vivencias de este viaje que acabaría mañana por la mañana cuando cogiéramos el vuelo de vuelta a casa.

 

Como en todos los sitios que hemos conocido, en Londres, también dejamos un pedacito de nuestra historia. Gracias por el viaje Nati.

El disfraz del Domingo

El disfraz del Domingo

Uno de los personajes del Carnaval de Huelva, un tal Fede, escribió en su blog sobre mi hermano. No sé si sabrán a la altura de la película en la que nos encontramos, que mi hermano José Andrés se lanza al mundo del carnaval por primera vez en la chirigota de sus cuñados Jose y Horacio Blanco. El tal Fede en cuestión, narra en su blog la grata sorpresa al conocer a mi hermano y el orgullo que le llena al ver como gente nueva, diferente, se acerca al difícil mundo del carnaval.

 

Y me dio por pensar…

 

Mi hermano Jose es distinto.

 

Es una persona peculiar, única. Con mil rarezas y extravagancias en un corazón tan grande como él mismo. La definición exacta de un trozo de pan. Tan distante de lo “políticamente correcto” como cercano a la humanidad en persona. Tan grande de cuerpo como pequeño en prepotencia y arrogancia. Una buena persona.

 

Hoy es carnavalero, chirigotero. Mañana, ni Dios sabe qué. Tal vez en este tragicómico mundo haya encontrado su horma, el disfraz a su vida.

 

El Domingo lo vi vestido de “Un Mojón pa mí” y no me sorprendió. Algo extraño sin duda cuando ya lo he visto con el disfraz de fotógrafo, de pintor, de escultor, de militar, de actor de teatro, de actor de cine, de dependiente, de montador de muebles, de trabajador de Astilleros, de Heavy Metal, de Virginiano, de pijo, de guitarrista, de batería, de político, de jugador de rugby, de hippy, de costalero, de penitente, de dueño de videoclub, de hermano, de hijo, de padre… de amigo…

 

Suerte.

Feliz Navidad

Feliz Navidad

El telón de esta tragicomedia llamada Navidad, se levanta hoy en nuestras vidas repartiendo ilusiones en forma de soniquete pueril y numérico. Ese hipnótico run run de números y premios abre del modo más exacto las fiestas de piel blanca y corazón gris. La Navidad siempre es y será una fiesta melancólica que se viste con  la careta de la sonrisa para permitirnos el lujo de la ilusión. Es esa gripe anual por la que tienes que pasar quieras o no y que tomes lo que tomes se cura en un par de semanas.

 

La Navidad es esa vieja alocada que se cuela todos los años por estas fechas de visita en nuestras casas. Llega de golpe, con las manos llenas de árboles, belenes, estrellitas, bolitas, espumillones… y antes de invitarla a pasar ya nos la encontramos instalada en casa, como una más, con su equipaje para dos semanas. Vestida con su traje blanco de ilusión para tapar las tristezas de todo un año a base de sueños y de esperanza. Esperanza en que cuando se marche allá por Enero quede algo de ella en nuestras almas durante el resto del año.

 

Sin tener razón ninguna, la Navidad, mi Navidad, nunca ha sido para tirar cohetes aunque los hubiera. Tal vez, el sentido común de mi familia siempre ha eludido excesos estridentes en cuanto a las formas chabacanas navideñas de panderetas y botellas de Anis El Mono. No tuvimos que disfrazarnos de Navidad para demostrar la alegría o la unión, ya que siempre, y a pesar de todo, hemos sido un bloque (a veces demasiado hermético) para nuestros éxitos y nuestros fracasos. Nunca se nos oyó un villancico. Tampoco pusimos lucecitas en el balcón. Pero jamás dejó de celebrarse en casa la Navidad, nuestra Navidad...

 

En los días previos al sorteo Papá siempre se empeñaba en cuadrar las cuentas de la lotería. En que si Maruchi habría traído la de La Soledad y si Manolo Romeu se llevó la de la Burrita, por no contar con esas papeletas que la Teté recogió de la Buena Muerte en Nuevas Galerías y aún no las trajo a casa. Inolvidables esos paquetitos que le hacía a la abuela con los números escrito a mano y todos los boletos cogidos con un clip “para que tuviera de todas las Hermandades”. Más que un sorteo parecía el altar de un torero con tantas imágenes pasionistas.

 

Recuerdo las constantes peloteras con Mamá acerca del Belén. Siempre porfiando que no pusiéramos arena en la hornacina del salón “porque luego lo ponía todo perdido”, y para que montáramos el nacimiento de figuras grandes que nos regaló no sé quién de Ayamonte. Nada. Siempre terminábamos ganando la partida y  llegábamos a casa con una bolsa de arena de los arriates de San Pedro y romero sacado de algún lado para representar el Nacimiento de Dios.

 

Atrás quedaron esas cenas de Nochebuena en la Casa de Hermandad o en casa de la tita Carmen, apretados uno encima del otro, sin poder movernos (y casi respirar) a expensas de que saliera la primera polémica por cualquier trochería que alguien dijera. Recuerdo las nulas ganas de Papá por bajar y la eterna mediación de Mamá para que todo ocurriera con la mayor normalidad sin que nada se notara. Ella así se sentía mejor. Ella misma se tragaba su historia aunque ninguno de los actores interpretara su mejor papel.  Tal vez nunca le dimos el beneplácito de entenderla. También tengo como recuerdo el Pollo al horno de mi tío Federico, un clásico. De las pocas cosas que hacían insalvable la velada. Para ser el plato navideño favorito del tiquismiquis de Papá imagínense cómo debía de estar.

 

Recuerdo las especialísimas campanadas del 31, teniendo como testigo de la llegada del nuevo año la Plaza de San Pedro, a la que debería de llamar “nuestra plaza de San Pedro”, ese trozo de mi casa a la que siempre acudíamos mi primo Dani y yo, vestidos con la camiseta del Recreativo, como dos locos, a comernos las uvas con los toques inesperados  de sus campanas. Allí no había cuartos ni carrillón. Sólo intuición. Con el tiempo alguien más se sumaría a la fiesta, primero en los balcones, luego en los portales, más tarde a pie de plaza, hasta conseguir que un nutrido grupo de mi familia reciba el año en la más importantes de las plazas.

 

Mágica era la mañana de Reyes donde desde mi casa partían los mismísimos Melchor, Gaspar y Baltasar. Esas mañanas de trajín de mi Madre vistiendo a sus niños, hoy hombres,  para que repartieran  la ilusión de la real visita entre los más pequeños de la hermandad de la Burrita. Los hubo de todos los colores (y no me refiero a Reyes blancos o negros), sino algunos más acertados que otros, pero todos con el más sincero compromiso a una familia. Recuerdo como mi primo Dani se daba cuenta todos los años que tras aquellos mágicos monarcas se escondían sus primos o tíos, y cómo mi tía Carmen se esforzaba en sus comentarios para salir lo más elegantemente posible en los videos del tío Domingo.  

 

Recuerdo la primera Navidad de Nati en casa donde mi Padre organizó una velada de lo más variopinto, cuya apertura a la gala la centraron los sones de “Mi Huelva tiene una Ría”, para martirizarnos después toda la noche con la completa antología de estilos de Fandangos de Huelva. Una pasada. O aquella en la que el postre nos lo tomamos en Urgencias con mi madre y su hombro roto, después de la caída que tuvo en el pasillo con la bandeja de pescado. La pobre, si es que todo lo que no le pase a ella…

 

Ahora las Navidades, las nuestras, son distintas. Ni mejores ni peores. Son otras. Faltan algunos, llegaron otros. Pero un año más, con nuestras formas propias y poco convencionales, celebraremos las Navidades.

 

Estáis invitados.

 

Feliz Navidad a todos.

"... cocinada a fuego rápido con un poquito de corazón"

"... cocinada a fuego rápido con un poquito de corazón"

Han pasado ya 3 años desde aquel día en que nos lanzamos al abismo ciego de compartir una vida. 3 años ya de aquel lluvioso 3 de Noviembre de 2006 en el que parimos esta nueva familia cocinada a fuego rápido con un poquito de corazón, una pizca de sentido común, con un golpe de tú y una gota de yo. Y así salió, o salimos, o va saliendo, ya que no sé si aún andamos cocinando el menú de nuestra vida. Imagino que sí.

 

Muchos dicen que el día más feliz de una vida es el de la boda. Personalmente creo y quiero creer que aún no se han construidos las plazas donde haremos nuestras mejores faenas. Me resisto a asumir que después de ese día la felicidad entra en recesión y sólo van quedando los rescoldos de esa jornada donde eres el protagonista de una ceremonia que cada vez va teniendo menos sentido religioso, transformándose en un evento social donde justificar un enlace. Yo me niego a creer en esto. A día de hoy, y toco madera, soy más feliz que el día de mi boda. A día de hoy creo más en nuestra unión. A día de hoy vamos siendo nosotros en lugar de uno y otro.

 

Con 3 años uno apenas sabe andar. Se cae. Comete errores, que sin duda los hemos tenido, falla. 3 años en una gesta como la del matrimonio dan lugar a luces y sombras que ni tan poderosamente sensibles al corazón son unas como desesperadamente dolorosas al alma son otras. Son y punto. Son luces. Luces que hay que saber encender y apagar en cada momento sin dejar que deslumbren. En esa búsqueda, al menos, es en la que se debe basar una pareja.

 

Nuestra vida no ha hecho más que comenzar. Aún andamos en la bisoñez de una pareja con mil proyectos de vida y un solo denominador común: seguir uno junto al otro. Que nos salga o no… es otra historia. Que triunfemos o no… es otra historia. Personalmente, lo que más me llena de nuestra unión es la seguridad. Seguridad entendida no en la cretina fidelidad cegata, sino en la seguridad del uno en el otro como persona, como fiel actor de su propio personaje. Si llega el día de la rotura de vajillas, de dar el  cerrojazo y tirar a la basura nuestros anillos, si llegara ese día, sabremos que el tiempo que hemos compartido juntos ha sido de verdad. Que tanto Nati ha sido Nati, y Jesús ha sido Jesús. Sin trampa ni cartón. Fieles a nosotros mismos, que es la base de ser fiel con el otro.

 

Hoy doy las gracias a la vida por permitirme esta aventura, la más apasionante que he vivido y sigo viviendo, la más compleja de todas las que me pueda encontrar. Hoy le doy las gracias a la vida por esos tres años juntos.

 

Sigamos contando… ¿vamos por uno más?

 

 

42 años...

42 años...

Ayer se cumplió 42 años del día más feliz de vuestra vida, eso al menos, 42 años después, seguís afirmando y propagando a los cuatro vientos. 42 años uno al lado del otro siempre dando lecciones de vida. Esas lecciones que a veces tanto nos cuesta aprender y que tantísimo nos chocan a estos hijos vuestros. 42 años de días buenos, de días malos, de palabras que callar, de alegrías que compartir, de lágrimas que consolar. 42 años siendo padres y abuelos, siendo valores para una vida como el respeto, la honradez o la bondad, que nos habéis inculcado desde pequeños para hacer de nosotros, a pesar de nuestros errores y defectos, tres buenas personas. 42 años… toda una vida compartiendo lo mejor y lo peor de cada uno junto a una familia, que a pesar de no ser muy extensa, siempre se ha mantenido unida sabiendo arrimar el hombro según las necesidades. 42 años de esta familia Rodríguez Redondo.

 

Felicidades Papá y Mamá.

No corren buenos tiempos para la lírica...

No corren buenos tiempos para la lírica...

Hola blog. Pensarás que te tengo olvidado, pero no es así. Sabes que te tengo en mente, que siempre surgen nuevos temas y nuevas inquietudes para tratar, pero... Dios mío. Sabes de sobra que llevo un par de semanas que no puedo dar más. Gracias a Dios me han subidos las horas de trabajo y ya estoy a jornada completa (aunque tendré que esperar si es sueldo completo... jeje) y luego por las tardes ando pilladísimo con un par de cosillas pendientes que ya no pueden retrasarse más. Lo sabes. Ni tan siquiera tengo tiempo para poder disfrutar de las pequeñas cosas de Nati, hoy por ejemplo, realiza su última y definitiva exposición del Master que está realizando en la Universidad de Sevilla ¡Cuánto me hubiera gustado acompañarla!, sobre todo para ver su triunfo, pero nada.

En fin, a pesar de todo no tengo más que agradecer a Dios mi situación. Aunque los días se atropellen no me falta de nada en mi vida y junto a Nati, y gracias a ella, estoy pasando una de esas rachas de las que consideramos "buenas". Ya vendrán tiempos peores, seguro.

Bueno blog, sé que me echas de menos, yo a tí también.