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Homo Onubensis

Feliz Navidad

Feliz Navidad

El telón de esta tragicomedia llamada Navidad, se levanta hoy en nuestras vidas repartiendo ilusiones en forma de soniquete pueril y numérico. Ese hipnótico run run de números y premios abre del modo más exacto las fiestas de piel blanca y corazón gris. La Navidad siempre es y será una fiesta melancólica que se viste con  la careta de la sonrisa para permitirnos el lujo de la ilusión. Es esa gripe anual por la que tienes que pasar quieras o no y que tomes lo que tomes se cura en un par de semanas.

 

La Navidad es esa vieja alocada que se cuela todos los años por estas fechas de visita en nuestras casas. Llega de golpe, con las manos llenas de árboles, belenes, estrellitas, bolitas, espumillones… y antes de invitarla a pasar ya nos la encontramos instalada en casa, como una más, con su equipaje para dos semanas. Vestida con su traje blanco de ilusión para tapar las tristezas de todo un año a base de sueños y de esperanza. Esperanza en que cuando se marche allá por Enero quede algo de ella en nuestras almas durante el resto del año.

 

Sin tener razón ninguna, la Navidad, mi Navidad, nunca ha sido para tirar cohetes aunque los hubiera. Tal vez, el sentido común de mi familia siempre ha eludido excesos estridentes en cuanto a las formas chabacanas navideñas de panderetas y botellas de Anis El Mono. No tuvimos que disfrazarnos de Navidad para demostrar la alegría o la unión, ya que siempre, y a pesar de todo, hemos sido un bloque (a veces demasiado hermético) para nuestros éxitos y nuestros fracasos. Nunca se nos oyó un villancico. Tampoco pusimos lucecitas en el balcón. Pero jamás dejó de celebrarse en casa la Navidad, nuestra Navidad...

 

En los días previos al sorteo Papá siempre se empeñaba en cuadrar las cuentas de la lotería. En que si Maruchi habría traído la de La Soledad y si Manolo Romeu se llevó la de la Burrita, por no contar con esas papeletas que la Teté recogió de la Buena Muerte en Nuevas Galerías y aún no las trajo a casa. Inolvidables esos paquetitos que le hacía a la abuela con los números escrito a mano y todos los boletos cogidos con un clip “para que tuviera de todas las Hermandades”. Más que un sorteo parecía el altar de un torero con tantas imágenes pasionistas.

 

Recuerdo las constantes peloteras con Mamá acerca del Belén. Siempre porfiando que no pusiéramos arena en la hornacina del salón “porque luego lo ponía todo perdido”, y para que montáramos el nacimiento de figuras grandes que nos regaló no sé quién de Ayamonte. Nada. Siempre terminábamos ganando la partida y  llegábamos a casa con una bolsa de arena de los arriates de San Pedro y romero sacado de algún lado para representar el Nacimiento de Dios.

 

Atrás quedaron esas cenas de Nochebuena en la Casa de Hermandad o en casa de la tita Carmen, apretados uno encima del otro, sin poder movernos (y casi respirar) a expensas de que saliera la primera polémica por cualquier trochería que alguien dijera. Recuerdo las nulas ganas de Papá por bajar y la eterna mediación de Mamá para que todo ocurriera con la mayor normalidad sin que nada se notara. Ella así se sentía mejor. Ella misma se tragaba su historia aunque ninguno de los actores interpretara su mejor papel.  Tal vez nunca le dimos el beneplácito de entenderla. También tengo como recuerdo el Pollo al horno de mi tío Federico, un clásico. De las pocas cosas que hacían insalvable la velada. Para ser el plato navideño favorito del tiquismiquis de Papá imagínense cómo debía de estar.

 

Recuerdo las especialísimas campanadas del 31, teniendo como testigo de la llegada del nuevo año la Plaza de San Pedro, a la que debería de llamar “nuestra plaza de San Pedro”, ese trozo de mi casa a la que siempre acudíamos mi primo Dani y yo, vestidos con la camiseta del Recreativo, como dos locos, a comernos las uvas con los toques inesperados  de sus campanas. Allí no había cuartos ni carrillón. Sólo intuición. Con el tiempo alguien más se sumaría a la fiesta, primero en los balcones, luego en los portales, más tarde a pie de plaza, hasta conseguir que un nutrido grupo de mi familia reciba el año en la más importantes de las plazas.

 

Mágica era la mañana de Reyes donde desde mi casa partían los mismísimos Melchor, Gaspar y Baltasar. Esas mañanas de trajín de mi Madre vistiendo a sus niños, hoy hombres,  para que repartieran  la ilusión de la real visita entre los más pequeños de la hermandad de la Burrita. Los hubo de todos los colores (y no me refiero a Reyes blancos o negros), sino algunos más acertados que otros, pero todos con el más sincero compromiso a una familia. Recuerdo como mi primo Dani se daba cuenta todos los años que tras aquellos mágicos monarcas se escondían sus primos o tíos, y cómo mi tía Carmen se esforzaba en sus comentarios para salir lo más elegantemente posible en los videos del tío Domingo.  

 

Recuerdo la primera Navidad de Nati en casa donde mi Padre organizó una velada de lo más variopinto, cuya apertura a la gala la centraron los sones de “Mi Huelva tiene una Ría”, para martirizarnos después toda la noche con la completa antología de estilos de Fandangos de Huelva. Una pasada. O aquella en la que el postre nos lo tomamos en Urgencias con mi madre y su hombro roto, después de la caída que tuvo en el pasillo con la bandeja de pescado. La pobre, si es que todo lo que no le pase a ella…

 

Ahora las Navidades, las nuestras, son distintas. Ni mejores ni peores. Son otras. Faltan algunos, llegaron otros. Pero un año más, con nuestras formas propias y poco convencionales, celebraremos las Navidades.

 

Estáis invitados.

 

Feliz Navidad a todos.

1 comentario

Nati -

Sí cielo, todo lo que cuentas irradia melancolía, aunque lo único que me importa es que tener la posibilidad de vivir muchas navidades junto a tí...
Feliz Navidad cielo!