Mi Camino de Santiago. Reflexiones y confesiones.
Una vez asentado por el tiempo y paladeado el poso del recuerdo de mis pasos como peregrino en mi primer Camino de Santiago, me dispongo a rememorar aquellas vivencias únicas e irrepetibles que se tatuaron en mi corazón para el resto de mis días. Una palabra es la que abre este escrito: brutal. Mi experiencia ha sido sencillamente brutal en todos los sentidos: física, moral, afectiva… Desde hacía mucho tiempo no me sentía tan yo mismo, tan solo y tan acompañado de mi gente que venía conmigo en la mochila a pesar de la distancia.
Como reza la sevillana, mi camino comienza desde mi puerta. Desde mi eterna Plaza de San Pedro donde mi vida ha regresado, dejando atrás a mi familia en el balcón despidiéndome emocionada al verme partir vestido de superhéroe campestre, bordón en mano, sonrisa en la cara e ilusión en la mente.
Llegué a Sevilla, primera parada de mí caminar, en el último de los autobuses que partían desde Huelva y ahí, en Plaza de Armas, fue donde los nervios y la incertidumbre se fueron apoderando de mí. Me encontraba solo en una estación esperando un autobús que salía a las once y media de las noche. Fueron casi dos horas de soledad, de silencio, de nervios, de dudas, viendo como el tiempo iba transcurriendo lentamente, esperando ansioso la hora de partir. Al fin, y con cerca de media hora de retraso, nos pusimos en marcha hacia el norte de España y… quizás, o mejor dicho, sin duda, fue lo peor del camino. El viaje al norte. Muchas horas de autobús, incómodo, toda la noche en carretera… Para colmo, en Zafra, cuando ya encontraba mi posición y el cansancio iba ganando la batalla al nerviosismo… un control de la Guardia Civil. Nos hicieron bajarnos a todos y coger el equipaje de cada uno. Figúrense mi estampa, vestido “de romano” con el bordón en la mano, la mochila con la cantimplora colgando… ni me miraron. Era obvio donde iba, ni si detuvieron en mí. El viaje continuó su rumbo, eso sí, con dos pasajeros menos “sospechosos” de llevar cositas malas en sus equipajes.
La noche en la carretera seguía y la pesadez se agrandaba. Venían a mi mente escenas de míticas road movies donde siempre hay un motivo para huir y refugiarte en la carretera. Daba cabezadas, me desvelaba, me dormía... ese run run de la incómoda travesía era el que me llevó, ya de día, a la misma Estación de Autobuses de Ponferrada. Por fin. Llegué, ya estoy aquí. Ya tenía en mente la idea de que iba a comenzar a caminar desde esa misma mañana y no iba a hacer pernocta en la capital del Bierzo. Aún tenía muchísimas horas de sol por delante y podía y debía aprovecharlas. Además debía liberar la adrenalina acumulada de mi primera etapa de la singladura jacobea. De pronto, mi cansancio y mi sueño, desaparecieron de golpe al verme con la mochila en la espalda, el sol en todo lo alto, y kilómetros de travesía a mis pies… la adrenalina, como digo, hizo el resto.
Al principio, mis pasos eran dubitativos, lentos. Preguntaba a todo el que me encontraba: “oiga buenos días… ¿el Camino?”… las nobles gentes del Bierzo te indicaban que iba bien y me instaban a seguir las flechas amarillas… las flechas amarillas… único amigo fiel del peregrino. Como neófito peregrino no quería perder detalle de cada piedra que dejaba atrás.
Poco a poco iba cogiendo mi ritmo, encontrándome con peregrinos y lugareños, saludándonos, animándonos. El arrojo envalentonado tan propio de nuestra patria iba creciendo y los pueblos iban cayendo uno tras de otro: Columbrianos, Fuentes Nuevas, Camponaraya… Ya iba haciendo cábalas de que podía llegar hasta más allá de mi destino en el primer día. Los campos castellanos son planos y con buenos caminos, se anda fácil, el aliento de los mayores con sus saludos te anima, se avanza rápido. Lo negativo, y no menos importante, era el calor, que con el avance del día el señor Don Lorenzo se iba enfadando y hacía necesaria la búsqueda de inexistentes veredas sombrías, hecho que casi sin ser consciente, te iba mermando las energías lentamente. Llegado a Cacabelos decidí hacer una parada para comer algo y valorar la situación. Supuestamente en el día de hoy no tenía que andar, comencé para probar, por estirar las piernas del pesado autobús… pero el destino de la etapa estaba a sólo 8 kilómetros. Pensé en pernoctar en Cacabelos, pero… ¡si aún era mediodía y me encontraba pletórico!. Así que, comiendo algo de fruta a la sombra de la Iglesia Parroquial, decidí que iba a continuar mi andadura y completar los primeros 25 km. de mi Camino. Sin duda el tramo entre Cacabelos y Villafranca del Bierzo es el más duro de la jornada. Es una broma… porque a la salida de Pieros, el siguiente pueblo, un camino a la derecha te desvía por un tortuoso camino de piedras, de subidas, de bajadas, que desembocan en Valtiulla de Arriba, una aldea con dos gatos y una señora haciendo ganchillo. Entre la broma del desvío, el calor insoportable que ya pegaba fuerte, y el zumbido incesante de Daniel, un ex monje franciscano capuchino de Colombia hablándome sobre la masturbación, mi único deseo era llegar cuanto antes a mi destino y darme una más que merecida ducha. Y por fin… Villafranca del Bierzo, un pequeño pueblo encantador con gran ambiente peregrino.
Después de varias vueltas en busca de alojamiento terminé en el Albergue Viña Femita. Sinceramente no estaba nada mal. Muy limpio, con amplias camas, buenas sombras… el problema es que ni el precio final fue el que nos dijeron, ni todos los servicios como lavandería estaban incluidos. Cosas de la masificación del verano del Camino y de la “comercialización turística” del mismo. Después del primer choque en la recepción tras discutir por el precio, decidí que no tenía sentido y debía disfrutar de cada segundo del camino. Por lo que me di una larga ducha relajante y me senté en las frescas sombras que rodeaban al edificio para picar algo. No quise dormir siesta. Prefería llegar a la noche para así llegar con más sueño y caer antes. A media tarde conocí a Fran, un chico malagueño de Coín con el que compartí gran parte de la tarde charlando sobre las motivaciones de nuestro peregrinaje. También coincidí con Suzanne, una bellísima mujer alemana con la que cené intentando charlar lo más coherentemente posible. Temprano, muy temprano, sobre las nueve de la noche decidí irme a tumbarme a la cama a relajar la espalda… y Morfeo hizo el resto.
Qué razón tenía mi hermano Manolo cuando me dijo que no hacía falta poner el despertador. En los Albergues te despiertas quieras o no sobre las 6 de la mañana. El trajín de mochilas que se abren, de sacos que se recogen, de bolsas de plástico… te hacen levantarte a esa hora quieras o no. Hoy tocaba etapa durísima… esperaba la subida al mítico O Cebreiro. Al salir del Albergue coincidí nuevamente con Fran y con otros dos chicos cordobeses, muy buena gente, muy sencillos… pero no era mi rollo. Prefería ir solo por varios motivos. Una cosa es coincidir con alguien unos kilómetros y otra es hacer planes de donde vamos a desayunar, comer o dormir. No era mi rollo no. Por lo que después de desayunar en el Trabadelo opté por anunciar que iba a seguir mi ritmo, un falso y equivocado ritmo altísimo para dejarlos por detrás e ir a buscar mis íntimas y personales sensaciones. La salida de Villafranca fue preciosas, con las primeras luces del día te vas alejando del pueblo y vas serpenteando por caminos asfaltados hasta que Villafranca se pierde a tus espaldas entre frondosos bosques de un verde intenso.
Desde bien temprano se anunciaba que durante el trayecto también tocaría sufrir un fuerte calor. Notas como los pies y la cabeza se van calentando poco a poco y necesitas ir buscando sombras y agua para refrescarte sobre todo el cuello (qué sabios los eternos consejos de mi hermano y maestro peregrino). Opté por no ponerme el gorro, me agobiaba más la sensación de tener la cabeza tapada que ir refrescándome el pelo de vez en cuando. Lo prefiero así.
Un rosario de aldeas que parecen no tener ni principio ni fin te acercan a los pies de la mítica subida del Camino, La Portela de Valcarce, Ambasmestas, Valcarce de la Vega, Ruitelán, Las Herrerías… son la retahíla que vas dejando atrás una tras otra como si fueran eslabones de una cadena. Personalmente iba con paso firme, quizás demasiado rápido y confiado en este tramo. Me cegué en llegar rápido a la base de O Cebreiro pero… ¡qué caray! me encontraba bien, mis piernas respondían y… ¡que tampoco se andar más lento!. Me acordaba mucho de mi primo y compadre Dani en uno de sus mensajes de aliento que recibía en el móvil: “la gente de Huelva lleva en su ADN el caminar”. Quizás sea cierto, es más, es cierto. Creo que la carroza de la Virgen de la Hermandad del Rocío de Huelva lleva mulos porque los peregrinos de Huelva solo saben andar rápido y tirones. Nos aburriría otra cosa.
En Las Herrerías, antes de iniciar el ascenso, coincidí en una tasca de entrañable sabor peregrino con una pareja de San Sebastián súper simpáticos. La verdad que hoy terminaban el Camino, lo estaban haciendo por partes y este año llegaban hasta O Cebreiro. No sé. Cada cual hace su camino como quiere y puede, imagino. Pero es como salir de costalero e irte para casa en La Placeta.
Dejé atrás Las Herrerías y justo a la izquierda si inicia la subida. Mi mente viajaba a míticas etapas de montaña del tour en los primeros metros, esas pendientes constantes con curvas cerradas… pero, apenas comenzada la ascensión la cosa cambia. Entras en un camino de piedras estrecho, cubierto de grandes árboles y empiezas a subir, y a subir, y a subir… giras una curva y sigues viendo el pedregoso camino en ascenso, y llegas a la curva… y sigue el ascenso… Los pies se machacan de pisar las pulidas y deformes piedras. Una tortura. Una autentica paliza. Pero... única. El primer tramo hasta La Faba, que apenas llega a los 4 km. es simplemente demoníaco. Me acordé de mi hermano Manolo y pensé… éste tío como ha subido esto… en serio, me acordé de él cuando me decía que “hay que llevar al cuerpo al límite para abrir la mente”. Nada más cierto. Mientras ascendía pensaba… “Jesús… tu puedes… tu puedes… tu puedes hacer lo que te plantees… otro paso más… otro… tu puedes…”. Quizás esa sea la reflexión personal que extraje del Camino. Puedo. Y Pude.
A mitad de subida, en La Laguna, paré a tomar algo de azúcar que me recuperara un poco. La subida se me empezaba a enquistar por el elevado ritmo y por el calor que hacía. También era curioso ver cómoel paisaje de la subida iba cambiando. Atrás y abajo quedaban frondosos árboles para ir ascendiendo a un terreno más árido y áspero. El sol golpeaba egoístamente por todos lados. No había apenas árboles y el camino ascendía por la cara sur del monte donde el sol pegaba directamente. Siguiendo la subida, ya con un ritmo más decoroso e inteligente, me crucé con tres chicas de Vitoria encantadoras, con la que compartimos risas y ánimos. También coincidí con una pareja de granadinos, andaluces que somos, cargados de medallas de cofradías de Semana Santa. Por razones lógicas, omití entablar conversación cofrade con susodichos personajes por temor a ser abducido en una charla que a nada conducía en aquellos parajes.
Al fin llegué arriba, a O Cebreiro, un poblado de piedra gris ya en terreno gallego donde se agolpan las tiendas de recuerdos, los bares, las pensiones… todo estaba un poco alejado de la paz que buscaba. Sin duda es uno de los puntos clave del Camino y así lo demuestran la gran cantidad de autobuses y coches que estaban arriba robando el encanto del momento. Después de agotar mi cuerpo y abrir más que nunca mis sentidos, allí me sentía como un extraño y, en unos de esos ataques de gloria que de vez en cuando me entran decidí… voy a seguir caminando. Después de la etapa del día, de subir Piedrafita, del calor, del hambre, de la fatiga, de la hora… y me da por seguir. El próximo albergue no estaba lejos del todo, a unos 6 km. de distancia y sin complejidad excesiva, además por carretera, camino llano… total que para adelante. Dejé atrás O Cebreiro y proseguí mi camino hasta Hospital de la Condesa. Durante esta hora y algo que duro este trecho coincidí con un peregrino de Dos Hermanas, que venía desde Roncesvalles. Reconoció mi procedencia por mi acento, y además por mi pañuelo rociero que siempre llevo anudado al mi cuello. Me soltó un “tu eres de abajo ¿no?”. Al oir ese inconfundible acento me sentí más orgulloso de mi procedencia que nunca. Anduvimos juntos un buen rato charlando de lo diferente que somos “la gente de abajo”, de nuestras costumbres, de nuestros modos… así llegamos en nada hasta llegar a la aldea de Hospital, un pequeño y anónimo poblado de casas de piedra, eso sí, con un restaurante donde se comía bastante bastante bien y con un albergue que, para mí, es el mejor que me he encontrado en el camino. Después de ser recibido por la hospitalera y darme la pertinente ducha, vino el bajón físico. Me di cuenta, tanto mi cuerpo como mi mente, que los 40 km. de hoy, dejando atrás la subida, habían sido una autentica burrada y una paliza. Me encontraba sencillamente sin fuerzas y mis pies ardían por el esfuerzo.
Aquella tarde tuve una de esas historias propias del Camino. Después de comer coincidí en el soportal del Albergue con Ana, una mujer abulense, ya más que adulta, la cual no se despegó de mí en toda la tarde. Sin duda, son de esas historias que se reflejarían en una película cómica cobre el Camino. Yo decía… “bueno Ana, voy a estirar un poco las pierna”… Pues yo también… “Ana, voy a tomar café”, Pues te acompaño. Ana... voy a ahorcarme un rato, vale los dos… ¡Dios!. Pero… lo mejor está por llegar cuando hablando de las ampollas del día (gracias a Dios mis pies terminaron la jornada sin que hicieran presencia) me dice: “¿tu sabes curar ampollas?”... y digo… bueno, si... no… no se… no creo. “Mira, pues me vas a curar una que tengo en el dedo”. ¡¡¡Madre mía, con esto, y la confesión con los Linguaxeros tengo más que ganado el año de indulgencia!!!. Ahí tuve que tirar de casta y hacerle la reparación a la señora que, una vez sanada de mala forma y peor fe, pude dar esquinazo al decir “voy a hacer una llamada”. Me refugié en el bar de la aldea a tomarme un cafelito y a escribir mis anotaciones y reflexiones diarias pero… pesadilla… resonó en el cogote un “oye que bien estoy, gracias, te invito a un café”. ¿Qué digo, no?. En fin. Me di por vencido y tuve que ver todas las fotos de su familia que llevaba en el móvil. Al fin y al cabo no dejo de ser un petardo antipático.
La tarde pasó y después de picar algo de cenar, también con Ana, como no podía ser de otro modo, por fin me quedé solo y me fui a la salida del pueblo a sentarme junto al camino a ver cómo la tarde, ya casi noche, me hacía ver que la vida, a fin de cuentas, son una conjunción de momentos, de personas, de hechos que, por mucho que nos empeñemos y queramos, estamos obligados a disfrutar. De regreso al albergue, pasé de nuevo por el bar y, con la compañía de algún lugareño absorto en su propio mundo, probé el orujo de la casa a la salud de mi hermano José Andrés, gran orujero y galego de adopción….¡Albricias! Muy casero el orujo, eso sí, me hubiera gustado con un poquito más de hierbas en el alcohol… Uf… Al llegar al albergue ya todos estaban en esa retahíla casi silenciosa de conciliar el sueño. Muchos aprovechan esos momentos para atender los mensajes del móvil, otros para darse algún abrazo cariñoso con sus acompañantes o bien cruzas alguna mirada sonriente con la persona que tengas al lado en la cama. Esos momentos de calma, de paz después de un día duro de camino. De sosiego previos al sueño del peregrino… Ese sueño jacobeo que te llega sin pedir permiso y en el que te entregas inconscientemente del modo más dulce…
Al siguiente día pagué con creces el maratón del día anterior. No pudo ser. Pájara. Lógica. Con todo y con eso cumplí los 25 km. que me separaban de Samos. Ni encontraba el ritmo, ni las piernas me respondían. Eran dos bloques, pesadas, duras. Imposible coger el ritmo, y nada más salir, además de una estampa única de ver amanecer a tu derecha, subir el Alto del Poio. Nada, apenas 2 kilómetros, pero… en fin. Los que lo han subido sabrán lo que es. Así que me plantaba sobre las 7 de la mañana habiendo subido el Poio, con las piernas como el mármol, cansado y sin ritmo… Y Samos a 20 km.
Dejé atrás Fonfría y Viduedo, donde retomé fuerzas con el desayuno en un lugareño y solitario bar de aldea. Bueno, desayuné a medias… se me cayó al suelo una de las tostadas… y boca abajo obviamente, ¡coraje Dios!
Desde el Alto del Poio hasta Samos todo es una interminable y eterna cuesta abajo. Y si complejo es subir… igual de duro (o más) es descender. Tienes que ir haciendo fuerza con piernas y brazos para no desestabilizarte e ir al suelo ni coger demasiada velocidad. ¡Qué imprescindible es el compañero bordón en estos momentos!. El camino es prácticamente el mismo que el de subir O Cebreiro pero en sentido descendente, a veces ves rampas que dices… me siento en el suelo y lo bajo como un tobogán que es más sencillo y factible. Pero no, ahí sigues luchando contra un camino por el que han discurrido millones de peregrinos desde hace siglos. Tengo que decir que en el descenso se me torció el tobillo en tres ocasiones, algo muy frecuente y con lo que hay que tener cuidado porque suele ser el motivo del fin del camino para más de un peregrino. Gracias a Dios no trascendió la cosa a más y continué sin problemas.
Llegar a Triacastela se me hizo eterno. Lo ves abajo en el valle, lo ves, lo ves… pero jamás llegas. Por cierto, como anécdota, me crucé en el descenso con unas hordas de Indignados de la Plataforma Democracia Real Ya que hacían el camino al revés… para llegar a Madrid a protestar… Iban con su parafernalia: sus perritos, sus flautitas, sus juegos malabares, sus pantalones morados con los fondillos caidos, sus miradas cristalinas de sospechosas procedencias… “Peregrino ¿unas monedillas para la causa?”… me detuve con ellso unos minutos para compartir sus intenciones y desearles la más sincera de las suertes. A pesar de todo… ellos van a lo suyo, como yo a lo mío. Igual ellos tampoco entienden que me haga una kilometrada para darle un abrazo a un santo…
Una vez en Triacastela y me metí en el primer bar que vi medio decente y me tomé un zumo de naranja con premura para recuperar el aliento perdido en el frenético descenso . Me desvestí de mi otro yo (mi mochila) y mi espalda lo agradeció eternamente. Creí oír a mi espalda suspirar de alivio. Descansé un buen rato ojeando la prensa que había en la barra del bar sin prestarle más atención de la necesario. Lo necesitaba. Estaba fatigado, realmente cansado. Es de esos momentos que me decía mi hermano Manolo en los que piensas… “¿yo que hago aquí en medio de un pueblecito de Galicia, harto de coles, con un recalentón impresionante pudiendo estar en mi casita?”. Lo piensas, claro que lo piensas. Pero ves tu mochila, tu bordón, la credencial, la foto de mi peque siempre presente, algún peregrino sentado frente a ti con la misma cara de cansado, te miras a ti mismo y te dices… hay que seguir. Como la vida. Esa parada me sentó francamente bien. Retomé un poco el aliento después de la bajada infernal y retomé el camino. Justo en este pueblo el camino toma dos variantes. Por San Xil, más corta y fácil, o por Samos, 6 km. más larga y compleja. Mi maestro peregrino, mi hermano, me dijo que optara por Samos que no me arrepentiría. Y ¡vive Dios! que no te arrepientes. Personalmente creo que el tramo entre Triacastela a Samos es el trozo más bonito del camino. No se anda mal. Hay tramos de carretera, otros de camino y otro por medio del bosque, hay de todo. Y por supuestísimo te cruzas con Sancristobo, el que considero el pueblo con más encanto del todo el camino. Y le digo pueblo por no faltarle el respeto lógicamente porque son literalmente tres casas. Tres y separadas por el rio Oribio. Pero sus caminos son oníricos, verdes, frondosos, silenciosos, místicos, únicos... Quizás Peter Jackson tuviera que visitar estos parajes y caminos si quisiera rodar de nuevo El Señor de los Anillos.
El siguiente pueblo Renche, muy cerca, casi seguido y de ahí a Samos solo restan 4 km. Pero dicha distancia tan corta se me hicieron eternos, por mi hijo lo digo. Eternos. Me paraba cada veinte pasos. No podía más, agotado. Sin gasolina. Daba otros diecinueve pasos y otra vez parado, cualquier repecho o cuesta me parecía el Angliru. Otros quince pasos y parado… Esa sensación de no tener ni gramo de fuerza. Me sentía acabado, y de pronto, tras un recodo… El majestuoso e imponente Monasterio de Samos a tus pies ¡qué alivio! Apenas me separaba una empinadísima cuesta abajo y llegaba al pueblo. Descendí lo más decorosamente posible y llegué hasta el Albergue, pero... abría a las tres de la tarde y eran las dos cuando llegué, por lo que mandé la mochila lo más lejos que pude y me senté en el bar de enfrente a refrescar mi seca garganta con una exquisita sidra y dos trocitos de tortilla de patatas. Manjares de Dioses a la altura de película en la que estaba.
El Albergue de Samos está dentro del propio Monasterio. Seguramente no es el más limpio ni el que tiene los mejores medios, ni el más cómodo. Pero es una grata sensación reconfortante poder dormir al cobijo de un Monasterio en pleno camino de Santiago. Uno de los atractivos de esta parada es la obligatoria misa de media tarde. Totalmente cantada en Latín, con mucha parafernalia, con una ceremonia muy autentica y pura. Es de esos momentos reconfortantes para el alma en el vacío de una iglesia, oyendo los cánticos en latin, el olor a incienso, el cansancio en el cuerpo… momento místico, muy mío, que sabéis que soy de eso.
La tarde dio poco más de sí. A caballo entre la cama para descansar la espalda y las piernas y los alrededores del Monasterio. Apenas había ni ganas ni fuerzas de nada. Concilié el sueño como buenamente pude a pesar de las risotadas de un grupo de scouts que venían haciendo “el camino”. Ni ánimos tenía de sacar mi lado más Rodríguez y mandarlos a tomar por donde dijimos. Yo a lo mío, a descansar, que es lo que necesitaba.
La siguiente etapa es de auténtica transición. Es de esos días en los que tienes que avanzar hacia tu destino, hacia el objetivo, lo más rápidamente posible. Salí de Samos muy temprano, el albergue estaba llenísimo de peregrinos e hice por salir rápido y temprano para ir caminando esos primeros momentos del día en soledad. Qué sensación más deliciosa es acompañar al campo en su despertar. En el día de hoy se disfruta del caminar, no es una etapa demasiado exigente, y la orografía que presenta es la justa para sentirte peregrino, sin necesidad de sufrir en exceso ni de ser un mero transeúnte. Los primeros pasos de la jornada, aún de noche y con el fresco de la mañana lavándome el rostro, fueron muy emotivos. Nada más salir de Samos coges a la derecha un camino que te lleva por unos senderos entre bosques frondosos y silenciosos. Es una bendición sentirte rodeado por la naturaleza en su máximo esplendor. Los primeros kilómetros forman un entramado de opciones, caminos, atajos que te hacen entretenerte como si fuera un juego. A veces observas múltiples flechas amarillas que indican caminos diferentes… pero… no hay problema. Ya a estas alturas no hacen falta flechas, sigues, sigues, porque sabes que vas a llegar.
Las flechas amarillas son increíbles. A veces vas pensando “hace tiempo que no veo una, iré bien”... y zas justo ves una. O a veces, vas mirando al suelo pensando en otras cosas, piensas en una flecha y la ves. O sabes dónde tienes que mirar porque sabes que ahí hay una flecha. Silencioso romance el que se establece entre peregrino y flechas amarillas.
Después de pasar mil y una aldeas como Teiguin, Ayan, Gorolfe, Perros, Sivil, Pascais… se llega temprano a Sarria. Otro de los puntos clave del camino puesto que es el lugar desde donde lo comienzan muchos peregrinos ya que supera en poco la centuria de kilómetros necesarios para obtener la Compostela.
En Sarria el panorama empieza a cambiar. Los 12 kilómetros anteriores de buen camino, de juego laberíntico, de agradable caminata, dejan paso al tramo más duro de la etapa. En la propia Sarria debes de sufrir la subida a la Iglesia Parroquial para luego afrontar una bajada brutal dejando el Cementerio a tu derecha. Una bajada que asusta. En apenas 200 metros de distancia se puede bajar no sé yo… Con las bajadas es con lo que más sufro. Lo constato. Mis pies sufren muchísimo. Me duelen, al igual que las rodillas al tener que ir frenando el peso y la inercia del descenso. Odio las bajadas. Y tras bajar, subir. En este punto a la salida de Sarria se inicia un lento camino en ascensión, apenas duro, apenas inclinado, pero muy prolongado y constante. Cruzamos las vías del tren y el azar me hace detenerme a mitad de la ascensión en la aldea de Barbadelo, donde un anciano sacerdote me invitó a poder disfrutar de un momento de rezo íntimo en la soledad de una iglesia románica. ¿Se puede rechazar eso?. Accedí a su alternativa y allí, de rodillas, ante la penumbra silenciosa y el olor a piedra mohosa de una anónima obra del Románico, pensé en los míos y rogué a Santiago salud para todos. Ese momento de aliento espiritual me confortó el cuerpo y seguí la calurosa ascensión dejando ya atrás el punto kilométrico 100. Este momento es un antes y un después ya que una vez superado empiezas a volar y observas como como las decenas caen. 90, 80, 70… empiezas a ver el final. Empiezas a notar que se acaba.
Físicamente estaba perfecto (el día me lo estaba tomando como disfrute y como recuperación del día anterior) y la hora era óptima. Pero a escasos 5 km. de Portomarín, final de la etapa, me crucé con un Albergue privado en la aldea de Mercadoiro con una pinta excelente. Dudaba en llegar a Portomarín o pernoctar allí. Sopesaba las ventajas e inconveniente de llegar a un pueblo grande e importante porque ya sabía lo que iba a encontrarme. Finalmente opté por quedarme en mitad del camino, optando por el silencio respetuoso del campo con el peregrino anhelante de descanso. Así que entré, y di por finalizada la etapa del día.
En este Albergue supe lo que es la amistad en el camino. Compartí sobremesa con Violín, un chico búlgaro de nacimiento pero de nacionalidad austriaca. Una persona encantadora, cansado de su trabajo de programador en una multinacional con interminables jornadas de trabajo, decidió un día salir a caminar. Comenzó su travesía en Roncesvalles hacía ya tres semanas. Confieso que sentí más que envidia al ver las fotos de los Pirineos, en Pamplona, La Rioja… lo haré algún día, me lo prometí. La verdad que mantuvimos una conversación interesante utilizando la variante peregrina del Esperanto: mezcla de andaluz, español, galego, francés, inglés, alemán, búlgaro… la cuestión es que nos llevamos toda la tarde charlando sobre la vida, la familia, la amistad, el trabajo… y nos entendimos perfectamente. El Camino. Eso es el Camino, no otra cosa. El encargado del Albergue también era una persona espectacular. José, un chico valenciano que lo dejó todo en su casa por montar un Albergue en pleno Camino. Compartimos risas, charlas, cervezas y algún que otro orujito de la casa, que por cierto, de vez en cuando corría a cuenta del propio José. Ole las buenas gentes del camino. También me hizo gracia la cara que puso una chica australiana cuando le nombré el quince titular de la selección aussie de rugby… se descojonaba al ver cómo me sabia el nombre de los jugadores, aunque… me hundió cuando me dijo que yo no tenía pinta de jugador de rugby jajaja. Claro, acostumbrada a las bestias infames del hemisferio sur… siempre nos quedará en Europa el rugby Champagne. Así, entre amagos de conversaciones, entre orujos, risas e historias, llegó la noche y la hora de dormir…
El día siguiente lo destapé bastante temprano. Me desperté el primero de mi habitación y en el máximo silencio que pude empecé a prepararme para la nueva jornada. Aún era de noche y apenas entraba luz por la ventana, por lo que me tomé mi tiempo para vestirme a sabiendas que sería el primero en comenzar a caminar. Nada más abrir la puerta del Albergue… una nueva sensación peregrina. Caminar bajo la lluvia. Una capa constante de una finísima e invisible agua me acompañó en los primeros pasos. Era tan débil (pero tan constante) que no merecía la pena protegerse pero, notabas cómo te iba calando por dentro de un modo peligroso.
Dejé atrás Mercadoiro y en apenas cuarenta minutos, ya amaneciendo, llegué a Portomarín. Otra broma. Resulta que llegas a la orilla del Miño y has de cruzar para llegar a la localidad. Luego tienes que subir unas escalinatas horribles y vuelves a bajar una cuesta para desembocar en otro puente que tienes que cruzar al otro lado nuevamente…. ¡cosas del camino!. De todos modos, en el propio pueblo, aproveché para tomarme el primer café del día donde coincidí en el desayuno con Isabel, una peregrina de Madrid que llevaba un día andando… y ya no podía más. Madre mía, pensé yo. Proseguí mi camino entre la lluvia y un buen número de peregrinos que sobrevivían en su singladura. Los caminos de Gonzar, Castromayor y Hospital de la Cruz son caminos entre bosques poblados y de buen caminar. Se avanza, se disfruta. Hoy es quizás el día con el que más peregrinos te vas encontrando. El camino se hace un goteo intermitente de mochilas y bordones. También me sorprendió la gran cantidad de excursiones de grupos Scouts o religiosos con los que coincidí. Aunque no me gusta caminar a su lado, hay que decir que aportan un poco de frescura al camino con sus risas y sus cánticos, hecho que a veces se hace necesario.
Hasta llegar a Eireche caminas por un infinito poblado… no sabes dónde empieza una aldea y comienza la otra y siempre vas viendo algún núcleo rural, dispersos, pequeños, aislados… pero ahí están, marcándote el Camino. Una vez ya en Eireche volví a acordarme de una de las recomendaciones de mi hermano Manolo que me dijo antes de salir, en este caso sobre los usos múltiples del bordón. Resulta que me adentré en las calles del pueblo, fuera de lo que es el propio camino en sí, para buscar un bar y tomar algo fresco. Pero claro, cuando me di cuenta estaba en un patio de vecinos con una jauría de perros que venían hacia mí de muy mala gana y peores intenciones. Retrocedí mis pasos a la carrera y tiré de bordón para ahuyentar a las fieras lo más convincentemente posible. Dios, temí por un momento que no estuviera en condiciones de disputarle la carrera a los salvajes perros, pero salí de la situación lo más decorosamente posible. Eso me pasa por irme por donde no debo.
Acumulaba ya en las piernas cerca de 25 kilómetros y esa capa de lluvia invisible del inicio de jornada desapareció radicalmente para dar paso al sol y, claro, llegó el “tío del mazo”. Pájara. A dos kilómetros del destino final en el día de hoy, Palas de Rei, me entró un pajarón de caballo quizás peor que el de algunas jornadas atrás. No podía más. Ahora puedo presumir de saber cuál esa sensación de los ciclistas cuando se acaban las fuerzas y ni puedes dar pedales. El dolor en la rodilla era sencillamente insoportable (los achaques de mi amado rugby que siempre aparecen cuando menos los esperas). Menos mal que apenas me separaban del destino un par de kilómetros, dos mil metros de nada que se me hicieron eternos que, además de la fatiga física, sumas la mental porque en momentos como éste es cuando vienen a tu cabeza por qué y para qué estoy aquí. Mi situación personal y familiar llamó a mi cabeza, se me vino el mundo encima al pensar en todo ello y sobre todo en mi pequeño rey. Y todo eso, todo eso, te hundes un poco más.
Finalmente me hospedé en el Albergue Mesón de Benito, justo a la entrada del pueblo. Fantástico. Muy limpio, moderno, cómodo, y sobre todo con un grupo humano espectacular. Mientras almorzaba compartí charlas con el propietario del local, el cual no paraba de ofrecerme más y más comida durante el almuerzo. Me decía “al peregrino hay que tratarlo con cariño y con cercanía”. Lo recordaré siempre. Buena persona, sin duda.
La tarde en Palas fue muy agradable y relajada. Muchísimo ambiente peregrino en bares y plazas por todo el pueblo. Cuando ya el sol se apagaba lentamente, coincidí en uno de esos bares con mi amigo Violín, el cual me invitó a pulpo y pimientos de Padrón, mientras nos adivinábamos las palabras que nos intentábamos decir. Un grande en toda regla. También coincidí con la chica de esta mañana, Isabel de Madrid, la cual me confesó que está pensando abandonar y regresar a Madrid porque ni le estaba gustando y se le estaba haciendo muy duro. También me confesó, algo ruborizada, que había cogido un taxi los últimos 10 kilómetros de etapa... No veas la parrafada vital y emocional que le solté, terciando dos jarras de cerveza, animándola a seguir luchando e invitándola a seguir para demostrarse a sí misma que podía con todo esto y, al menos, me confesó que lo haría.
Ya entrada la noche volví al Albergue donde disfruté plácidamente de un bocata (enorme, bestial) de bacon con queso, en pan de barra gallega, con una grandísima jarra de La Estrella de Galicia. Momentito personal e íntimo del día. Inigualable… y de ahí, sin tiempo a nada y cansado del día y de los kilómetros, a dormir. Una tarde y un día fantástico. Cada día me encuentro más feliz y orgulloso por hacer esto.
Al día siguiente volvieron a mis piernas las malas sensaciones que tuve el día después de subir O Cebreiro. Supongo que en este caso no sería por la dureza de la etapa anterior, sino por los kilómetros que empiezan a acumularse en la mochila y la falta de un descanso adecuado y placentero. La cuestión es que desde bien temprano no encontraba ritmo en mis pesadas piernas y tenía por delante 30 km. hasta Arzúa, hecho que hizo que me sobreviniera una sensación de desaliento que fue marcando los primeros metros de la etapa. Además, según me comentaba mi hermano Manolo días atrás, la etapa de hoy se presentaba como un auténtico rompepiernas de subidas y bajadas, caminos de piedras, de tierra, carretera… aunque, dicho sea de paso, y sin llegar a ser un consuelo porque no quería que finalizara, es también la última etapa dura del Camino del que apenas distan ya 40 km. hasta la Catedral de Santiago.
Otros de los aspectos con los que te chocas en el día de hoy y te acrecienta el desánimo es el cada vez más numeroso grupo de peregrinos y gentes que se acercan al camino, aparecen nuevos personajes, nuevas amistades. Conforme te acercas al destino todo se vuelve mucho más turístico, menos auténtico.
De las primeras horas de la mañana recuerdo el desayuno en O Coto, ya en la provincia de A Coruña. Un desayuno alternativo, en un pequeño bar de una pequeñísima aldea entre arboledas. Un café, un plátano y una porción de empanada. Desayuno raro sin duda, pero bueno, fue lo mejor que podía ofrecer aquella anciana de acento indescriptible y manos agrietadas.
Vagando por los caminos se llega en apenas un par de horas a Melide, la capital del pulpo. El único problemas es que eran las 9 de la mañana y como que… no apetece en absoluto a probar el que dicen que es el mejor pulpo a la gallega. Un pena. Por cierto, una anécdota al entrar en Melido, reconozco que tuve que hacer como mínimo unos 4 kilómetros más porque… si, lo reconozco. Me perdí. Iba pensando en mis cosas y me despisté. Veía a los lejos Melide, no había problema pero, resulta que Melide jamás llegaba y la iba dejando cada vez más a mi derecha. También observé que el camino no tenía ni una flecha amarilla ni señalización alguna. Total, regresé sobre mis pisadas y retomé el camino después del lógico enfado por regalarme algunos kilómetros de más los cuales a la altura de película en la que estamos no son bien recibidos. Justo antes de llegar a Melide se cruza Furelos, un pueblo con muchísimo sabor gallego, precioso, y después accedes por una interminable cuesta a Melide, una ciudad con todos sus servicios. Cruzar una ciudad con coches, autobuses de línea, Policía Local ordenando el tráfico… y tu vestido de “romano” como yo digo, es bastante extraño. Llegas a acostumbrarte a la soledad y al silencio de los caminos y entrar en una ciudad molesta a los ojos y a la mente.
Desde Melide a Arzúa distan 15 kilómetros, pero me resultaron como al menos 500. El camino se hace duro, Don Lorenzo agota poco a poco y merma facultades (los cambios entre el frio de la madrugada y calor del mediodía no sientan bien) y los pasos se hacían cada vez más costosos. Tras dejar atrás Melide encuentras un buen trecho de camino sin aldeas, Boente el próximo núcleo que te encuentras, está a casi 6 km. Y eso mentalmente también te quema. Hoy el desánimo hace mella ¿se nota verdad?. Pero, como autentica y verdadera reflexión del Camino, hay que seguir, como en la vida. Hay días mejores, días peores… pero no puedes dejar de caminar. Recuerdo uno de esos mensajes que recibes en el móvil que te aportan ese plus de energías. De mi hermano Manolo: “You´ll never walk alone”. Sin comentarios.
Pasando Castañeda llegas a Ribadiso da Baixo, ya apenas a 4 kilómetros de Arzúa, pero sus cuestas son simplemente mortales. “Da Baixo”… El nombre no es gratuito. Es un tobogán brutal con unas pendientes que te matan. Y luego,a subir hasta Arzúa. Quizás fue el peor momento del camino, quizás no. Lo fue. Lo de O Cebreiro y el día siguiente era distinto. Este momento, la llegada a Arzúa fue dramática. Parece que cada día voy a peor, pero es que en cierto modo es verdad. Sería por el calor, por mi ritmo aceleradísimo en el caminar, por no haber desayunado bien… no lo sé. La cuestión es que a dos kilómetros de llegar no podía dar ni un paso más. Daba dos pasos y me paraba. Otros dos y me paraba. Para colmo vi algo que me desmontó por completo. A la entrada del pueblo vi como de un taxi se bajaban tres peregrinos orientales y comenzaban a caminar “para llegar andando”. No sé si me desanimó o me alentó, pero aquello me hizo pensar que mi esfuerzo, al menos, era sincero. Llegué como sólo Dios supo cómo. Mareado, con dolor de rodillas (me estuvo matando ese dolor), con muchísima sed, cansado… Busqué el Albergue Vía Lactea, uno de carácter privado en el que ya tenía decidido pernoctar y antes de nada me di una ducha más que merecidísima. Apenas había nadie en el albergue, por lo que me relajé duchándome con toda la tranquilidad del mundo disfrutando del agua caliente relajando mi cuerpo.
Con una buena ducha, ropa limpia, una cerveza y una hamburguesa del bar de la plaza del pueblo, con eso, volví a ser persona. La sombra de los árboles de la plaza garantizaba un frescor agradable y placentero. La sobremesa a la sombra de aquella plaza fue eterna. Ni podía ni quería moverme. Un café acompañaba mi reponedora y tranquilo tarde. Respirando, descansando. A veces un simple café supone un momento de relax único ¿por qué no lo sabemos valorar a veces?
Arzúa huele a Santiago. El ambiente juvenil y peregrino mezclado con las piedras de sus calles recuerdan a los alrededores del Obradoiro, siempre bulliciosos y repletos de vida. Al viajar mentalmente a Santiago no pude frenar el recuerdo de mi primera visita. Otros tiempos sin duda. No me quise poner trabas a la hora de recordar aquel viaje ni recordarla a ella. Pensé, recordé, extraje momentos de los dos que ya formarán parte de la historia… la rabia del imposible me llevó de nuevo a verme solo en medio de aquella plaza y mentalmente besé y achuché a mi niño, cayendo en la cuenta de que debía comprarle algo como recuerdo del primer camino de papa a Santiago. Quién sabe si algún día lo hará conmigo. Ojalá.
La tarde continuaba y por Dios que fue inolvidable. En el albergue entablé conversación con Elena, una mujer alemana de mediana edad, simpatiquísima, con la cual me tomé una cerveza mientras contábamos historietas y anécdotas de nuestra vida. ¡era futbolera y estaba enamorada de Sami Khedira! . Mientras hablábamos sentados a la puerta de un bar (del que hablaré más adelante) se nos agregaron una pareja de peregrinos que recién llegaba a Arzúa. Un espectáculo de positivismo y alegría. Él, Guillermo, un chico francés de lo más gracioso del mundo. Ella, Eva, de Zaragoza. También luego hablaré de ella. Los cuatro nos tomamos algunas cervezas y entre risas y comentarios se nos sumó al grupo Joan, el dueño del bar,un tipo de los más peculiar ya que dejó toda su vida por montar un bar en Arzúa y vivir de lo que den los peregrinos. El Mandala (curioso) es un restaurante que no termino de encasillar. No es el típico bar normal y corriente, pero tampoco es un bar de peregrinos a la usanza. Es de todo un poco. Joan nos contó sus andanzas e historias del camino, el cual ha realizado unas diez veces como atestiguaban las Compostelas que colgaban de las paredes del bar. Ha hecho todos los diferentes caminos. Nos enseñó fotos, nos contaba historias… un tipo genial. Junto a él, Kanyas, su socio. Otro tipo al menos auténtico.
La tarde fue pasando y dio paso a la noche. Decidí regresar al mismo sitio para cenar y me regalé un menú de gala: pulpo, queso de Arzúa y ribeiro. Para qué más. Cuando terminaba con todo llegaban Eva y Guillermo, que iban a cenar y me pidieron que les acompañase, por lo que me senté en la mesa con ellos a charlar y degustar el vino de la casa que Joan nos ofertaba. Allí nos reunimos de nuevo todos para seguir con las historias, las risas, los orujos, las fotos… en fin. Ya saben. Lo que son las cosas y sin adelantar acontecimientos, en ese momento a Eva no le caía nada bien. Le resultaba el típico andaluz graciosete y porculero. Cosas que pasan.
La noche se acabó algo más tarde de lo habitual y volví al albergue el cual ya estaba cerrado y todo apagado ¡Vaya peregrino!, tuve que llamar al portero y que bajara el chaval que se encargaba de aquello por la noche. Nos conocimos antes a media tarde hablando del descenso del Depor, por lo que en lugar de amonestarme por la hora me soltó maliciosamente y entre sonrisas con un acentísimo galego un “Anda cabrón vete a dormir”.
Como si fuera el cohetero del Rocío, me acosté el último y me levanté el primero. Apenas algún peregrino se movía en sus literas cuando yo ya me estaba anudando el calzado para caminar. Y al abrir la puerta… agua. Pero agua de verdad, no como el día de Portomarín que apenas era una niebla humeda no, esto eran chaparrones. Horrible. Y además de noche cerrada. Fue la única vez que tuve esa sensación parecida al miedo a la hora de caminar. En un momento me encontré absolutamente solo y totalmente a oscuras en medio de un bosque. Tanto es así, que regresé hasta donde se podía ver algo y allí esperé que mis ojos se adaptaran por completo a la oscuridad y que empezara a clarear un poco. Y todo eso lloviendo seriamente. A pesar de todo, me dije, esto es único. Apenas tuve que esperar mucho porque llegó un peregrino francés con una linterna y lo que hice, después de desearnos buen camino, fue seguirlo a una distancia media que ni iba con el pero podía advertir la luz de su linterna.
El día fue clareando, que no abriendo ya que las grises nubes daban por hecho que el día iba a estar metido en agua, y los pasos se hacían cada vez más ligeros. Al menos ya podías ver el camino, orientarte, tirar de guía… Lo más bonito de todo es que el siguiente pueblo al que llegas después de salir de Arzúa es Salceda, que está a unos 11 kilómetros. Por lo que estás algo más de dos horas caminando a oscuras, entre bosques, en silencio… ¡os animo a que lo probéis!.
En Salceda paré a tomar una infusión caliente. No me apetecía café ni nada que comer. Era aún temprano y además no tenía nada de prisa, por lo que opté por una reparadora menta-poleo. Por cierto, la dueña del bar me decía voy a poner tu mochila en la puerta en una silla, así sirve de reclamo a los peregrinos. Me llamó la atención, simplemente.
Continué andando pero cada vez más despacio. Esto se acababa, apenas me separaban 25 kilómetros de Santiago y la sensación de que el trabajo estaba hecho lastraba mi felicidad. No quería terminar. En apenas 3 kilómetros se cruza Santa Irene, Rúa y Pedrouzo, donde justo a la salida paré nuevamente para tomar un café en un solitario bar. Lo regentaba una chica joven, embarazada de unos 7 meses y cansada ya de su estado. Compartí con ella experiencias sobre la maternidad y lo que tiene que llegar, fue alentador compartir ese momento con ella. Yo le insistía que al final todo pasa mucho antes de que se diera cuenta y le hice jurar que se acordaría de mi cuando luego se diera cuenta que todo tiene su fin. Todo. Como la vida. Como el Camino. Apenas salí de Pedrouzo volví a topar con el peregrino Violín. Nos alegramos mucho de vernos y decidimos compartir algunos kilómetros en nuestro caminar. Solo la lluvia callaba nuestras jocosas conversaciones ininteligibles, ni tan siquiera la presencia de los aviones que descendían rozando nuestras cabezas en el Aeropuerto de Santiago, callaban las historias del camino. Y entre risas y golpes de bordón llegamos a Labacolla… es el fin.
La lluvia no paraba y se hacía ya molesta. El olor a humedad y el sudor interno provocado por el chubasquero te hacía sentirte sucio y cansado. Por lo que decidí que la etapa de hoy se acababa en Labacolla, a escasos 10 kilómetros de nuestro destino.
Mi amigo Violín decidió llegar en el mismo día a Santiago, apenas un par de horas más de camino y ya se cumple el objetivo, pero decidió invitarme a una cerveza que quién sabía si iba a ser la última juntos en nuestro camino y en nuestra vida. Después de un rato de más historias, chistes malos en idiomas confundidos y alguna que otra anécdota personal, nos despedimos con un sincero abrazo. De todos modos, teníamos la sensación de que nos veríamos en Santiago, ya que él se quedaba un par de días allí para descansar y continuar hasta Finisterre.
Una vez solo y alojado en la Pensión del pequeño pueblo, le envié un mensaje a Eva para darle ánimos y decirle mi paradero, ya que los dos sopesamos la idea el día anterior de parar en esta aldea. Al poco rato, me respondió con un mensaje que ella también descansaría aquí huyendo de aglomeraciones y gentío en el Monto do Gozo. Por lo que al menos tendría asegurado un buen rato de charla en la noche de hoy.
Depués de comer me subí a la habitación y caí sinceramente rendido. Era la primera vez en el camino que dormía en una Pensión y tenía una habitación para mí solo, por lo que me puse cómodo y rendí homenaje a Morfeo de la manera más dulce posible. Una simple siesta, a veces puede parecer la octava maravilla del mundo.
Ya en la tarde la lluvia cesó e hizo asomar un tímido sol que apenas secó la ropa húmeda del día. A medio despertar, y aún en la cama, recibí un mensaje de Eva diciendo que estaba ya en Labacolla por si tomábamos algo y, al rato coincidimos en uno de los dos bares que tiene el pequeño poblado. No era difícil el ocultarse aquí. Charlamos sobre el accidentado día, duro sin duda. Echamos unas risas recordando las historias del día anterior en Arzúa y nos pusimos al día de nuestras vidas y el porqué de estar allí los dos juntos en un pueblo perdido de Galicia. Fue una tarde agradable y sincera que se completó con la cena. Cenamos en el restaurante que tenía la propia pensión y allí, además de vino, compartimos reflexiones sobre nuestra vida y charlas animosas que contagiaban la alegría mutua de la inminente llegada a nuestra meta.
No sé si serían los nervios por el final de mañana, la siesta, o ese cansancio acumulado que la cuestión es que me costó muchísimo dormirme. La rodilla empezaba a dolerme más de la cuenta, el tobillo (que me doblé varias veces a lo largo del camino) también empezaba a resentirse, las maltrechas uñas de los pies me tenían preocupado, la espalda ya no soportaba más la mochila… muchos ingredientes para un mismo plato y en la mente, Santiago.
El último día no tenía excesiva prisa por despertar. Como ya hemos dicho, apenas dos horas me separaban del Obradoiro por lo que me vestí y me preparé sin muchas prisas, despacio y disfrutando del día y del momento. Hoy me vestía de peregrino por última vez. El cielo se presentaba raso y limpio en las primeras horas del día, y con una fresca y alentadora brisa comencé a terminar mi camino. Dejando atrás Labacolla se sube hasta el Monte do Gozo por un camino que me recordó a la antigua llegada a Bodegones, será el subconsciente peregrino, pero esas rectas asfaltadas flanqueadas con enormes eucaliptos me llevó mentalmente hasta el Camino de Moguer… ¡qué diferentes y qué parecidos en el fondo!.
El Monte do Gozo me defraudó enormemente. Más parece un centro comercial (con resquicios de campo de concentración) que un lugar mítico para el peregrino. Me alegré al saber que había acertado con la elección de dormir antes de este punto tan señalado en el Camino.
La sensación de ver a tus pies Santiago no me resultó todo lo mística que me hubiera gustado. Veía el final de algo que me resultó irrepetible, por lo que esa sensación de rechazo y de conformismo me agrió la primera vista de la ciudad del Santo Patrón de España. Conforme me iba acercando a Santiago el espíritu iba cambiando. La emoción, las lágrimas, los recuerdos, los pasos dados, todo se iba agolpando en mi mente, y de postre, pasé por el hotel donde me quedé la anterior vez que estuve en Santiago. Como dije, eran otros tiempos. Ella me vino a la cabeza y junto a ella mi pequeño. De la mano de ellos fui adentrándome en Santiago con sus recuerdos borrables e imborrables. No me sorprendían las lágrimas que brotaban de mis ojos. Ellos, por una cosa o por otra, eran el motivo principal por el que estaba aquí, y eso me hizo despertar y volver a la realidad de que me sentía muy feliz y pleno por haber logrado mi objetivo.
La nostalgia dio paso a la emoción desbordada. Las calles inundadas de gente te guiaban hasta la misma plaza. Te sientes un héroe bordón en mano y caminas erguido y altivo. Justo antes de entrar en el Obradoiro experimenté otra de esas sensaciones que se te clavan en el alma. En el arco que da acceso a la plaza, un chico interpretaba temas celtas con su gaita. Esas agudas notas de recuerdos gaélicos (y por qué no y en cierto modo rugbísticos) me llenaron el alma completamente. Tenía los vellos de punta al entrar en la plaza y plantarme frente a la imponente fachada del maestro barroco Casas Novoa. Allí me quedé un buen rato. Reflexivo, vacío, lleno, con la sensación de ¿y ahora qué?.
Pues ahora a cumplir el rito del peregrino, último escollo de todo aquel que se precie a llegar a Santiago a pie. Todo el ritual me pareció de un misticismo sin igual. Lo primero recoger la merecida Compostela, mostrando orgulloso los sellos de cada pueblo por donde pasaba. Y, como no podía ser menos… conseguí que en mi primera Compostela figurara el nombre de mi hijo en lugar del mío. Cositas mías. La chica que lo realizaba me decía no se puede poner otro nombre distinto al de la Credencial, así que tuve que tirar de nuestro único y genuino ingenio andaluz para conseguir que aquella chica accediera a mi petición. Finalmente así fue. Siguiendo con el rito, a la Catedral de nuevo. Sin soltar la mochila, cansado y orgulloso, me dispuse a confesarme con los linguaxeros. La Confesión me resultó como un verdadero puñetazo en la boca del estómago… aquel “dame tiempo para que Dios me dé la luz para aconsejarte bien” pronunciadas por el joven sacerdote abrieron las cataratas de mis ojos. Aún hoy en día recuerdo sus palabras de aliento y de comprensión. Sin duda ha sido la confesión más real y auténtica que he hecho en mi vida. “busca las flechas amarillas cada día y en cada paso de tu vida” no paraba de repetirme una y otra vez. Y así es, el camino hay que seguirlo, hay que seguir avanzando día a día, despacio…
Una vez me pude recomponer las piezas que conforman mi mente, me dispuse a abrazar al Santo. Y en mis manos, para que me acompañara en el abrazo, la foto de mi pequeño Jacobo. Esa foto que veía en los momentos más duros y solitarios. Esa foto de esa mirada que me llena de luz y de pasión por un pequeño tan mío como ahora mismo lejano. Un día todo estará en su sitio, al menos así confío.
Esperé dentro de la Catedral el comienzo de la misa del Peregrino, de la que participé con una inusual devoción y respeto. Y allí mismo, coincidí con una emocionadísima Eva con la que en silencio compartimos las sensaciones más sinceras que se pueden experimentar. La vida misma.
Una vez finalizada la misa di por acabado todo el ritual místico del Camino. Ahora es el momento de celebrarlo, ahora… a llenarme de la vida de Santiago.
Lo primero que tenía que hacer era buscar alojamiento, por lo que anduve buscando en compañía de Eva un sitio decente y barato para dormir. Al final encontramos cada uno lo que sus necesidades exigían y se podían permitir, por lo que nos emplazamos a vernos a lo largo de la tarde. Antes de subirme a mi habitación me compré mi tradicional camiseta de recuerdo del Camino (tampoco tenía nada limpio que ponerme) y una vez en la Pensión me di una más que merecida y relajante ducha.
Pensé en dormir un poco, pero el sueño me arrebataría esas horas mágicas de Santiago por lo que aseado lo más decentemente posible, salí a callejear por las calles empedradas del centro de la capital gallega. Paré a comer en la Taberna do Obispo, un lugar céntrico en plena Rua do Francos que conocía de la vez anterior que estuve en Santiago. Un lugar donde se come bastante bien. Me senté en la barra y me dediqué una botella de Ribeiro acompañado con la tradicional vieira y los diferentes manjares de la zona. Al poco rato llegó Eva. Me llamó para ver donde estaba comiendo y quiso hacerme compañía, por lo que no tuvimos más remedio que pedirnos otra botella de ese único vino galego.
La tarde en Santiago fue fantástica. Nos dedicamos a pasear por todas las calles de Santiago. Solíamos estar en silencio analizando todo lo ocurrido en días atrás, con esa mezcla de amargura por lo que se acaba y de gozo por el trabajo bien hecho. Y también, porque todo hay que decirlo, porque después de tantas conversaciones era más que posible que no nos volviéramos a ver jamás.
Al llegar de nuevo al centro reclutamos casi sin querer a varios amigos y compañeros de viaje. Por allí se acercó Violín, Elena, la mujer alemana, José Antonio, un chico cordobés con el que coincidí en Samos, unas hermanas de Madrid, Paco, un chico simpático de Jaén… en fin, que fuimos haciendo un grupo más o menos estable de peregrinos que hicimos una amena y divertida ruta de tapas por los bares de la Rua do Francos. Ruta que concluimos decentísimamente en un pub donde nos prepararon una tradicional queimada en la que ardieron todos los malos deseos y malos espíritus.
La noche acabó bastante tarde y, como no podía ser de otro modo, fue a las mismas puertas de la Catedral. Sentados allí en el mojado suelo de la plaza, en silencio, fríos por la humedad de la noche gallega, todos nos fuimos despidiendo de esas personas con las que has compartido momentos intensísimos y que jamás volverás a ver en tu vida. Qué sensaciones más extrañas y raras. Qué duro, sinceramente.
Es el fin. Se acabó. Las despedidas dan paso a ese caminar silente por las calles de Santiago en busca del descanso que de paso a la vuelta y a la vida real. Te acuestas a dormir con lágrimas en los ojos y notas como tu cuerpo se relaja y te adormece en ese último sueño de este sueño que se llama Camino de Santiago…
Ultreia!!!!!
8 comentarios
Jesús Rodríguez Redondo -
Gerard -
Jesús Rodríguez Redondo -
Un fuerte abrazo peregrina.
Eva -
Gracias por formar parte de él.
Ultreia!
Jesús Rodríguez Redondo -
Sonia -
Jesús Rodríguez Redondo -
Firde -