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Homo Onubensis

I Concurso Anónimo de Torrijas Cuaresmales

I Concurso Anónimo de Torrijas Cuaresmales

Si atendemos al poco tiempo de ocio que comparto con mi mujer a lo largo de las semanas, uno de los pocos momentos que me saben a gloria son los cafelitos vespertinos que nos regalamos mutuamente.

Con la llegada de la Cuaresma, las cafeterías y bares se empapelan de desafiantes carteles hacia la recatada gula cuaresmal con dos soberanas palabras: "HAY TORRIJAS". Conociendo mi facilidad a incumplir los pecados capitales, y más concretamente el referente al placer de la comida, no dudé en hacer frente al reto de la cata de ese bizcocho almibarado con sabor a penitentes y marcarme como tarea el buscar la mejor de las torrijas que satisfagan el sentido del gusto, en el multisensorial mundo de la Semana Santa.

De la primera que di buena cuenta, en la Cafetería Cuatro Lunas, no guardo buen recuerdo. La catalogamos con una valoración de 4. Su aspecto no era del todo fiable: aplastada, cierto tono grisáceo, ni resto de rastro de su fritura, inexistencia de sabor a vino, cierta sequedad... en fin. Lo que salvó la indigesta de la misma fue su precio de 0,90 euros. Eso, y el buen trato que siempre recibimos en dicho establecimiento, fueron las motivaciones para calificarla con susodicha valoración.

Siguiendo con nuestro recorrido gastronómico,  el pasado sábado nos topamos con una delicia de torrija en la Cafetería El Corner, esa caja de cerillos hecha cantina en mitad de la entrañable calle Concepción. La verdad que no me imaginaba que íbamos a continuar la búsqueda de la torrija perfecta en dicho bar, ya que íbamos con la idea estatutaria y preceptiva del cafelito de media mañana, pero nada más cruzar la puerta (casi el único espacio libre disponible en el interior del establecimiento) mis ojos se perdieron en el rebosante y opaco licor meloso de una bandeja de Torrijas como Dios manda. Torrija de buenas dimensiones e interesante grosor, melaza justa, presencia impecable y, tal vez,  excesivo dulzor. Todo ello nos hizo valorar dicha obra de arte de la gastronomía hispánica medieval con un 7, un notable. Belleza exenta de consonancia con el justo sabor dulce y avinado de la torrija perfecta.

Un guiño en este camino. Un accésit. Una torrija fuera de concurso. Desconozco si es casualidad o no, pero la torrija que me agencié frente a la Iglesia de la Magdalena en Sevilla (cuánto dulce en este post...) me enamoró de comanda a pago. No hace falta valorarla. No quiero. Mi santificación tras ver el incómodo descendido del Jueves Santo morado y el recio crucificado de la Madrugá sevillana, me hizo quedarme con ese regusto a Cofradía elegante que dicho postre no podía sino estar a la altura de lo que presenciaron mis ojos. Un lujo (en todos los sentido, incluso en el pecuniario). La ocasión lo merecía.

La historieta de las torrijas se va animando. Aún me quedan algunos dulces cartuchos que engullir en esta divina semana de la que ya estamos llamando a su puerta.

Llegó el Viernes de Dolores y con él la preceptiva ruta cofrade-eclesial por los templos y capillas de nuestra ciudad. La visita en esta jornada a las Iglesias se hace un rito insalvable. Paseíto del brazo, sol, olor a incienso, ruborizados pasos a medio vestir, las mismas explicaciones año a año de la función de tal pieza en tal paso de palio... Viernes de Dolores. Viernes de calma. Jornada de reflexión. Y viernes de Torrija como Dios manda. Visitar el Polvorin y no dejarse caer en el Iris para "torrijear", y más siendo tal jornada, puede equipararse a uno de los pecados capitales más infernales que ser humano pueda experimentar. Asi que, al lío, y a la torrija. La pieza que nos presentaron necesitó de una mirada de algunos segundos para comprobar la realidad de su ser: si era torrija o era tortilla a la francesa. Torrija plana, amarillenta, poco frita, blanca en su interior, apenas melada... delicioso sabor. Aquí radicaba su problema. Una presencia chirigotera para un paladar exquisito. Nota: 7. Una pena.

La siguiente que forma parte de este concurso gastronómico cofrade es la que presenta la cafetería El Museo en la onubensísima calle Rico. A día de hoy la mejor que haya entrado en mi boca. Una elegante presencia en sus apenas veinticinco centímetros cuadrados, el barniz de miel que la abrigaba, el dulzor avinado que explota en el paladar... un desafío a la gula y a la tentación. Su valoración es de notable, un 8, y más sabiendo que la comanda corrió a cuenta de la casa. Un detalle a cumplidores clientes de sábado por la mañana.

Por fin dimos el salto cualitativo en lo que torrijas se respecta dentro de mi cuaresmal búsqueda culinaria. Llegaron a mis sentidos las esencias de las obras de arte hecha dulces de las manos de la tía Anamari, una cuidadosa e insuperable repostera que me deleitó el Martes Santo, día preceptivo de torrija como Dios manda, con una bandeja que rondaba la docena del manjar cofrade por antonomasia. Una torrija elegante, con cuerpo, esponjosidad justa, generoso toque de vino, miel hecha ámbar líquido y, sobre todo, un ingrediente necesario para todo presente, el cariño y cuidado que presentaban la hechura de dicha bandeja. Un único pero (personal y quisquilloso) mi paladar rebuscaba un regusto dulce que no encontraba. Un martillazo en el David de Miguel Ángel, un enganchón en una verónica de José Tomás. Su nota, 9,5. Casi ná.

 

Cuando creí que la perfección torrijera la había encontrado llegó el destino y sus caprichos y me sentó en La Cafetería de Aracena frente por frente a la Pastelería Rufino. Tras dar buena cuenta de las viandas propias serranas llegó la hora del marcado cafelito vespertino y, como no, la hora del inigualable dulcecito arundense. Entrar en Rufino es entrar en el infierno donde el pecado se hace gula en forma de pastel. Mi señora se agenció un buñuelo que bien merecería un post, un blog, para el solo. Pero no nos distraigamos entre otros manjares y vayamos a lo nuestro. La pieza que descubrí entre los azulados papeles de la pastelería mereció mi sincero y sentido aplauso. En pié, ante las sonrisas atónitas de mi esposa y quien sabe si de la concurrencia que rodeaba nuestra mesa, no dudé en aplaudir aquella obra de Dios. La encontré. La torrija perfecta. La Maradona de las Torrijas. La Macarena de los dulces cofrades. La sensación al saborearla no sostiene palabras, solo la invitación a que todos seamos partícipes en la vida de probarlas algunas vez, como hacen los musulmanes con La Meca. Sin duda todo cofrade goloso que se precie, debería peregrinar una vez en su vida a la antigua Arai Senté y cumplir con el precepto máximo de paladear la torrija perfecta. El bajar del 10 sería una grave impudicia.

 

La última de las blasfemas sagradas formas la tomé en la cafetería Casa García en Almonaster (que pueblo…). Ni las hechuras ni las formas denotaban más del 6 que le coloqué de antemano. Tuve ojo. Si tuve el valor de probarla fue para ser más consciente y autoconvencerse de lo que ya había comido antes. Poca historia, como la brevedad que le dediqué en su deglución.

 

Una vez finalizado el periodo de cobranza  de datos, y como se puede extraer de la lectura de los epígrafes anteriores, tengo el gusto de presentarles y anunciarles a su distinguida majestad la Torrija de Rufino de Aracena, como la soberana ganadora de esta excusa llamada concurso.

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