"El Angeleteo"
Tengo que ser sincero conmigo mismo y anunciar de antemano, que no me sorprende en absoluto que a la altura de Cuaresma en la que nos encontramos, apenas una decena de días para que la primera esté en la calle, aun no haya escrito nada acerca de Cofradías.
Apenas un par de artículos leídos en los medios, un par de besamanos el día del Señor Cautivo y, lo confieso abiertamente, un viacrucis con el que me encontré una tarde de vuelta a casa, han sido los actos que han marcado esta cuarentena de ceniza. Poco más, ni los he buscado ni me han llamado.
Uno echa la vista atrás y se detiene a revisar y reflexionar sobre las aportaciones de la Semana Santa (no confundamos con Iglesia ni Religión) que han incidido a lo largo de los años en tu día a día y, al menos en mi caso, el resultado se traslada hacia una apatía y pesadumbre que, como indiqué al principio, no me sorprende.
Tal vez fuera porque naciera a los meses de que mi padre se hiciera cargo de la Cofradía de la Burrita (no porque quisiera sino porque de no haber sido así no hubieran salidos los pasos de la Iglesia) que mi infancia, niñez y adolescencia, las fui viviendo con unos juguetes particulares y únicos. Unos varales, unas bambalinas, unos respiraderos… eran los objetos que rodeaban mi vida de un modo tan natural que, ahora camino de una inacabada madurez, la insistencia de muchos en “jugar a los pasitos” al menos me resulte chocante y grotesca.
Desde monaguillo o costalero hasta “maniquí” de la mayoría de los hábitos que lucen el Domingo de Ramos la Cofradía de la Burrita, he participado del mundo de las cofradías en todos sus rincones y formas teniendo mi particular canto de cisne con la fundación de la Cofradía de la Santa Cruz, un hecho que marcó mi punto y seguido (puesto que nunca se sabe) en mi particular vida e historia cofrade.
Por lo tanto considero lógico y respetable que llegado a un determinado punto emocional y personal, uno se guarde de disfrutar de la divina semana de un modo selecto y conciso, no entrando en mis cálculos insufribles y eternas recogías a los sones de la marcha de moda o amenazantes lluvias de cera hirviendo en las bullas cangrejeras. Mis inquietudes para disfrutar de cofradías se van por otros sitios, otros momentos, otras necesidades. Un ratito de Palco con mis padres comiendo frutos secos, la preceptiva torrija de Martes Santo, el paseíto en busca de algún palio en Plaza Niña, el ramillete de azahar que pongo y perfuma la entrada de mi casa… y mi Domingo de Ramos. De todos esos momentos particulares, íntimos e insalvables de persecución onírica cofrade me quedo, y anhelo y recreo en mi mente con frecuencia, con lo que califiqué en su día como el “Angeleteo”.
Si atendiéramos a los inexistentes y raídos cánones, estas nueve letras marcarían la definición exacta de lo que representa uno de esos momentos que podrían determinarse como exactos, correctos, concretos, puros. Me llama poderosamente la atención que de unos mimbres tan ajustados resulte uno de esos destellos mágicos que nos regala de vez en cuando nuestra fiesta. Luz, calle, palio, gentío… esta confluencia de elementos sacros se funden en el inmortal instante del paso por la calle La Fuente del palio de Nuestra Señora de Los Ángeles.
La luz apagada de un Domingo de Ramos que se niega a morir en la rancia plaza de San Pedro colma de tristeza una calle La Fuente, olvidada a medio camino entre el color a antigua nobleza de San Pedro y las nuevas formas arquitectónicas de Quintero Báez. Una calle anónima, ignorada, que va tomando su protagonismo cofrade con el paso de los años gracias a momentos como este. Momentos en los que se hace protagonista por su justa estrechez, su cálido recogimiento, su sabor a cofradías de centro. Y en ella, avanza con mesura y burguesía un palio azul cielo, un pequeño joyero que guarda receloso a la de la sonrisa inacabada. A la Reina de Los Ángeles, la chiquilla eternamente presente no sólo en su imagen que preside el salón de mi casa, sino en el corazón de toda mi familia. El motivo de muchas lágrimas derramadas, demasiadas puntadas a destiempo y testigo de una vida cofrade y humana con más desencuentros que glorias.
El palio en su regio rumbo que le lleva hasta la Mayor es abrazado por un gentío fiel, devoto y enamorado de la mirada resbaladiza e huidiza de la que es Madre de Dios. Mecida elegante, sones exactos con recuerdos “ochenteros” de Cantillana y bálsamo de fragancias precisas conforman un hipnótico brebaje que te hechiza con cada paso que avanza hasta su templo.
Estar en presencia del palio de Nuestra Señora de Los Ángeles en la calle de La Fuente me traslada a otro tiempo, a otro lugar, a otras gentes. Me evoca recuerdos de una niñez en la que me recuerdo correteando en interminables y agotadoras noches de montaje entre extraños juguetes para críos de mi edad.
2 comentarios
Jesús Rodríguez Redondo -
jaja
Rocío de los Ángeles Caro Flichi -
No olvidemos nunca al de la ropita tallá.