Viaje a Dublín
En la vida hay que elegir a cada instante, mejor dicho, hay que saber elegir en cada instante lo que se quiere. Se puede desear algo a sabiendas que resultará más conveniente alguna otra bien distinta, pero se elige, se decide por determinadas características que la hacen subjetivamente especial o preferible. Es como enamorarse de una mujer bellísima siendo consciente que no será feliz a su lado, o entregarse en cuerpo y alma por una mujer cuyo corazón, cuya alma, brille en la mayor de la oscuridad con independencia de su atractivo físico.
¿Y a qué viene todo esto? Se preguntarán mis seguidores lectores. Pues el anterior símil es extrapolable a lo que siento (aun perdura en mi piel la esencia irlandesa) por mi ciudad de Dublín. Y realmente digo mía porque Dublín es una ciudad de la que te sientes partícipe, protagonista, parte de la misma, desde el primer momento que pisas sus calles.
Tal vez no tenga una gran catedral barroca ni decimonónicos conventos claustrales. No, es más, no la tiene. Pero tiene corazón. Late. Sin duda Dublín late, está viva, se siente viva. De Dublín es difícil no enamorarse. A mí ya me tiene pillado. Prometo volver.
De mi corto y modesto bagaje en lo que conocer mundo se refiere, cada capital me transfirió unos sentimientos que siguen inalterables en el paso del tiempo. Imborrable será la grandiosa Roma, la teatral Florencia, la original Venecia, la caótica Oporto, la romántica París, la autentica Lisboa… y la viva Dublín, una ciudad que te recibe con su británico sentido del humor, una ciudad que se ríe de ti y juega contigo. Igual te llueven dos gotas, que a los dos minutos te brilla el sol, que te cae un chaparrón, que te desquicia. Se ríe de ti… o contigo. El dublinés es un urbanita socialmente agradable, es un ciudadano moderno, activo, amante de la moda y de la tradición, atento a cualquier indicación o pregunta del más perdido de los visitantes. Abierto, gritón, noble… tal vez el más “mediterráneo” de los tristes británicos.
Un consejo. Dublín no se visita. Se pasea. Lo mejor de esta pequeña gran ciudad es dejarse llevar por sus calles y llenarse de ella. La verdad es que llama poderosamente la atención la vida de sus calles, llenas de tiendas de moda, de grandes centros comerciales y de pubs. Resulta difícil la esquina que no sea uno de ellos y que desprenda gentío que entra y sale.
La ciudad se orienta en torno a dos ejes principales. De norte a sur, O´Connell Street marca el ritmo económico y turístico de la capital. De este a oeste su rio Liffey, testigo del paso de los años de una ciudad por descubrirse al mundo. Junto a su orilla, Temple Bar, o lo que es lo mismo el “acceso al río en los terrenos de William Temple”, late cada tarde al ritmo de las tabernas y los pubs repletos de propios y curiosos en sus calles llenas de color. Por cierto, los sábados, en el corazón de Temple Bar, en Meeting House Square, se celebra el tradicional mercado tradicional, donde en multitud de carpas y tenderetes se pueden degustar platos originales de la zona y en general del mundo entero: ¡Fantásticos fideos chinos con verduras recién hechos que nos agenciamos ¿verdad mi niña?!. Al final, como remate a Temple Bar, el eje de Nicholas Street donde se oponen las dos Catedrales de Dublín, Christ Church Cathedral y St. Patricks Cathedral, dos testimonios medievales de la antigüedad e historia de la ciudad.
No muy lejos de allí es insalvable la visita a St Stephen Green, un cuidado y frondoso parque que da acceso al centro económico y comercial de Dublín. El espacio comprendido entre Grafton Street y Dawson Street es una interminable colmena de tiendas repletas de gente que va y viene, por cierto, siguiendo Grafton Street dirección al río nos encontramos la famosa escultura de Molly Malone, la pescadera cuya leyenda y sus cantos tradicionales pasaron a la historia de Irlanda convirtiéndose en el himno no oficial del rugby irlandés. Al final de esta misma calle nos encontramos el grandioso Trinity College, con su legendaria biblioteca y frente a él el edificio del Bank of Ireland, dos edificios emblemáticos de la ciudad que reciben multitud de turistas y visitas.
Pero hablar de Dublín es hablar de “pintas de cerveza”. ¿Qué sería Dublín sin su fábrica de Guinness?. La Guinnes Storehouse, al oeste de la ciudad, es posiblemente la visita clave y esencial de Dublín. Un recorrido por la historia de esta cerveza a través de su proceso de elaboración y con un final espectacular. La degustación de una pinta de cerveza negra (por cierto, la 8 maravilla del mundo) en lo alto del Gravity Bar, el acristalado y redondo bar-mirador de la vieja fábrica, es un verdadero lujo, ya que ante tus pies se muestra ese corazón latiente que es Dublín mientras disfruta del aroma de la cebada tostada.
Interesante también es Phoenix Park, un interminable tapete de césped en forma de parque, a las afueras de la ciudad, donde los dublineses suelen acudir a practicar deporte y a disfrutar del buen tiempo (algún que otro campo de rugby salpicaba el parque… ¡qué envidia!). Este parque se sitúa a las afueras de la ciudad y no es mala idea adquirir un billete del Bus Turístico, que tiene paradas en todos los monumentos esenciales de Dublín, para ir a él. El billete tiene una validez de 24 horas, no es caro y para moverte no está nada mal ya que puedes subirte y bajarte ilimitadamente (Dublín carece de metro y solo tiene dos líneas de tranvías), ¡qué dos vueltas a la ciudad más buenas nos dimos para descansar!.
Nuestro hotel se encontraba en la zona del puerto, a apenas 10 minutos de Custom House y a 15 de O´connell Street, una zona en expansión, moderna, de grandes edificios y de gran actividad financiera. Un hotel que cumplía con creces las exigencias de mi niña. Un hotel moderno, bastante limpio, nuevo y silencioso… una gozada sin duda. La zona bastante tranquila en donde descubrimos la novena maravilla del mundo (recordemos que la octava era la pinta de cerveza negra), The Ferryman. Según nos contaron, The Ferryman es uno de los pubs más antiguos de Dublín. Su edificio sobrevive entre gigantes de cristal a base de tradición y de sabor a la más rancia Dublín. Supuestamente era la taberna donde los viejos marineros daban buena cuenta de su suerte tras llegar a tierra. Un pub puramente irlandés, auténtico, sin necesidad de imitaciones, lleno de peculiaridades y de historias. Como nuestra historia… ¿nos seguirá buscando el camarero del bar para que le devolvamos las dos pinta que nos llevamos?. Inolvidable. En dicho bar, entre pinta y pinta y en un perfecto ambiente irlandés, disfrutamos (además de la mejor de las compañías, como siempre) del partido de la Magner League de Rugby entre Warriors y Munster.
Y como no… Dublín es tierra de rugby. En mi visita a la ciudad no podía faltar la visita a los dos grandes estadios de la ciudad. Crocke Park, templo del deporte gaélico, y Lansdowne Road, actualmente el obras y que será el centro del rugby irlandés. La verdad que sentí algo muy especial al pisar ese césped del primero de ellos. Aun recuerdo la caminata que tuvo que aguantar Nati para llegar allí para luego asistir a una visita temática del Fútbol Gaélico, el deporte propio de Irlanda.
El día de la vuelta a casa la sensación era extraña. Era como si no nos fuéramos de allí ya que sabíamos que Dublín permanecería en nosotros, en nuestra historia. Sus paseos de la mano, sus tiendas de zapatos, sus pintas de cerveza negra… todo, todo sigue intacto en nuestra memoria. De Dublín uno no se va… se aleja.
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Guti -
Nati -