Viaje a Lisboa
El pasado fin de semana nos permitimos el hacer un paréntesis en este verano laboral que se está atragantando y resultando más empalagoso de lo que se esperaba. En esta ocasión, la escapada nos llevó hasta Lisboa, capital de Portugal, esa misma Portugal que el propio Saramago definió como la hermana siamesa de España, que nacieron unidas por la espalda y jamás se han visto las caras.
El viaje era una válvula de escape, un deseo de un reencuentro personal y como pareja que se nos hacía necesario. Tener un momento para nosotros, un motivo para apagar el mundo que nos rodea, un motivo para estar pendientes el uno del otro en cada momento. Creo que las vacaciones son para eso, para reencontrarse a sí mismo. Los hay que terminan las vacaciones más lejos y más cansados de sí mismos de cómo las empezaron.
En apenas los dos días que duró nuestra escapada hicimos un recorrido por lo más singular e imprescindible de una capital a medio camino de envejecer o a medio resurgir, porque con Portugal nunca se sabe si avanza o permanece en su esencia más pura. Quizás sea eso lo que la hace tan peculiar, y al menos a mí, tan encantadora y autentica.
El primer día nos anduvimos los principales barrios del centro histórico. Paseamos por las calles de Rossio, con sus grandes plazas y espacios amplios; nos perdimos por lo esencial del Barrio Alto, con sus miradores y su empinadas cuestas; y por supuesto por el corazón de Lisboa, Chiado, el barrio más lisboeta y autóctono, de casas a medio lustrar, de grandes avenidas y rincones peculiares, de olor a viejas librerías.
La tarde cundió lo necesario para impregnarse de Lisboa y volver al hotel a descansar antes de salir a cenar. Anecdótica cena sin duda en aquel moderno restaurante, aquel momento cubitera quedará en nuestro recuerdo. Caótico, pero entrañable. Para nosotros queda.
Esa primera noche nos animamos a salir a tomar una copa y nuestras consultas nos trasladaron a uno de esos lugares que uno jamás olvida. El Pavilhão Chinês, en el pleno centro del Barrio Alto, nos trasladó a la mismísima mente del mismísimo Tim Burton. Un local oscuro pero lleno de la luz que emanaba su particularidad, un lugar onírico, casi de película de terror. Lo primero que nos llamó la atención fue que tuvimos que llamar al timbre para entrar. Nos recibió un camarero elegantemente vestido con chalequillo rojo que nos invitó a pasar con la mejor de la educación portuguesa. Como decía, el interior, nos hizo trasportarnos a esa escena de película donde a la luz de las velas van apareciendo misteriosas muñecas de porcelana. Pero al ir descubriendo el local, nos fuimos dando cuenta que aquello más que una cafetería era un verdadero museo de juguetes, artilugios, cacharros y cachivaches de la más variopinta naturaleza. Un sitio inolvidable, mágico, repetible, aconsejable.
En la mañana del segundo día nos dirigimos a Belem. Ese barrio con hechuras de parque de atracciones. La soleada mañana nos acompañó en nuestras visitas a Los Jerónimos, una joya su claustro por cierto, la misma Torre de Belem, el grandioso Monumento a Los Descubridores y en general todos los rincones de aquella zona repleta de turistas curiosos y variopintos. El almuerzo lo hicimos según el más puro estilo turista, es decir, buscamos uno de los restaurantes que aconsejaba nuestra guía de la ciudad, y la verdad (mira que solemos huir de estas cosas) que triunfamos. El restaurante O Carvoeiro nos ofreció, además de un fantástico trato, un suculento almuerzo a base de productos de la zona, como no, un buen pescado con una mejor elaboración.
Pero si algo no se me olvidará de la visita a Belem es el sabor de sus pasteles. Después del almuerzo fuimos a dar buena cuenta del café portugués y de sus inigualables “Pasteles de Belem” (o también llamados de nata) en la mismísima Pastelería de Belem, un sitio de lo más pintoresco y único donde un sin fin de salones te hace perderte con el olor a hojaldre recién hecho que inunda toda la cafetería. Un verdadero escándalo, un pecado.
Volvimos al centro de la ciudad y cometimos el error de seguir el ritmo y paso de los ansiosos turistas de manual. Desde la misma Plaza del Comercio subimos hasta la Catedral (Sé) y hasta el Castillo de San Jorge. La verdad fue un error (dentro de lo que cabe, entiéndase) ya que estábamos cansados de lo acumulado el día de ayer y de esa misma mañana. Estuvimos visitando los sitios con más ganas que interés, aunque hay que decir de todos modos que las vistas desde el propio Castillo eran fantásticas, teniendo a tus pies toda la ciudad de Lisboa.
La siguiente mañana era la del regreso. Atrás dejamos un día y medio en Lisboa lleno de complicidad, de cariño, de compañía… lo que buscábamos al fin y al cabo. Pero las sorpresas aun no se habían acabado.
El regreso lo hicimos en buen ritmo y en apenas dos horas y media estábamos en el Algarve de nuevo. Decidimos almorzar por la zona y, bajo la invitación y consejo de mi pequeña compañera, terminamos en Tavira en el restaurante 4 Aguas agenciándonos un arroz de marisco en el mismo borde de la ría que sencillamente fue indescriptible. El sitio, el silencio, la temperatura, el menú… la compañía… todo era perfecto para un momento perfecto, para un viaje perfecto que daba sus últimos coletazos.
Aún nos faltaban algunos días para la desconexión de las vacaciones, pero estos dos días, en Lisboa, nos supieron a gloria. Dios mediante, próxima parada…Dublín.
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jose manuel martinez galicia -