Ya llega...
La vida juega con uno como le da la gana y te zarandea emocionalmente en las cosas que uno menos sospecha. Esta semana mi casa empieza a parecerse a esa desordenada locura de los preparativos para El Rocío, bolsas por aquí y por allá, algún que otro traje de gitana colgado de no sé donde, los botos a medio ensuciar con el olor a humedad de un año, las flores que guardan los secretos de la romería anterior... y es con cada razón que me encuentro y cruzo por mi casa que mis ojos se cristalizan y humedecen sin querer frenarme en mis sentimientos. A veces me puedo resultar ridículo trasteando las bolsas con los avíos con los vellitos de punta y emocionado ante lo que viene... y sobre todo por lo que ya llevo vivido.
Enumerar los sentimientos vividos sería como intentar cazar el aire. Nadie los entendería ya que los ingredientes que los forman son exclusivos y personales. Cada cual tendrá los suyos y los vivirá a su manera. Pero si me gustaría nombrar los dos condimentos básicos para este potaje emocional que conforma mi Rocío: La Virgen y Nati.
Como ya he dicho por aquí en alguna ocasión pienso que todo está predeterminado, que tenemos nuestro DESTINO, y fue él, por mediación directa de la Madre de las Rocinas, quien quiso que mi niña, esa pequeña mujer con forma de responsabilidad, fuera a parar a trabajar al bendito pueblo de Almonte, junto a Ella. Y fueron Ellas, las dos mujeres que me ocupan la mente y el corazón, las que me quisieron regalar uno de esos momentos que se tatúan en la memoria.
El sol de aquel día de Agosto de 2005 ya terminaba de desperezarse y apretaba en aquella mañana almonteña. La Virgen del Rocío llegaba a su pueblo, a su Iglesia, después de toda una noche de oscuridad, de camino, y de fe, si de fe, porque los traslados son la máxima expresión de fe de un pueblo que recoge a su madre después de una ausencia de siete años. La noche de caminata por las arenas hacía mella en unos cuerpos que ya empezaban a buscar el acomodo en cualquiera de los lugares que nos regalaba aquella plaza frente al edificio de Alcaldía del Ayuntamiento de Almonte. La Virgen seguía su singladura discontinua de babor a estribor sin orden lógico, avanzando con ese paso inestable, firme y contundente.
La hora de la despedida llegaba. Aun quedaba el camino de vuelta a casa y no estábamos sobrados de fuerzas para aguantar los vaivenes de los almonteños en su eterna recogía, por lo que decidimos despedirnos de Ella como lo hacen los que la quiere, sin decir nada, con la mirada, con un reojo, con un cerrar de ojos, con un suspiro… Al darme la vuelta fui testigo de las lágrimas más sentidas que jamás le viera a mi mujer. Dos regueros de lágrimas transparentes y sinceras que limpiaban los churretes de toda una noche, dejando ese surco en sus mejillas mezcla de cansancio y devoción. No era un llanto de dolor, ni de pena. Eran unas lágrimas de plenitud, de agradecimiento por haberla puesto a su lado, a escasos doscientos metros que son los que separan el lugar de trabajo de Nati y el divino altar almonteño de la Virgen.
Ese día se prometió verla cada día mientras estuviera en Almonte. Y así fue.
Yo hoy sigo rebuscando mis tirantes y pañuelos mientras sigo haciendo mío ese momento entre Ellas. Sabrá Dios que se dijeron, sabrá Dios que conversación anónima y silenciosa tuvieron. De lo que sí tengo certeza es que faltan siete días para que hagamos el camino con la Hermandad Matriz de Almonte, siete días, siete noches, siete suspiros, siete ilusiones…
Ya llega…
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