Cuestión de Fe
Reza una sevillana que me embrujan las cinco letras con las que escribo tu nombre y, a decir verdad, esa voz que resulta y dice ROCIO, encierra uno de los mayores misterios que al ser humano se le escapa de su propia razón. Hablar de El Rocío es una irresponsable osadía, ya que no ha nacido poeta que sepa definir las sensaciones y sentimientos que se destilan en la romería de la aldea almonteña.
Para hablar hay que conocer. De nada sirven los prejuicios estéticos y morales que se puedan tener si se habla desde la barrea de la mera observación. El Rocío, el autentico, el verdadero, el alejado de los estereotipos que marcan los medios de comunicación andaluces, el que en nada tiene que ver con la prensa rosa ni con trajes de diseño de Ángeles Verano o Basi del Río, ése, ese Rocío, enamora y convence al más escéptico y ateo de los mortales que osen a visitar las arenas doñanescas de la mariana aldea.
La primera barrera a destruir para la conversión del prevenido rociero es la diatriba entre la FE y la FIESTA, la eterna discusión y argumento de la cuestión religiosa durante la Romería. Personalmente pienso que el Rocío sobrepasa la fe y la necesidad del rezo durante los seis días de romería. Ella, la Virgen, reposa en su dorado retablo durante el resto del año y, desde luego, quien quiere hablar y conversar con Santa María de las Rocinas, no busca ser el reflejo de las miradas de los que llenan la ermita esos días sino que se acerca cualquiera de las tardes otoñales para “echar un ratito con Ella”, alejado de miradas, sin tiempo establecido de visitas, sin llantos, sin medallas.
Por tanto, la necesidad e imperiosidad de justificar el sentido religioso carece de valor, siendo la Virgen el mayor y único de los reclamos que provoca ese hormiguero dunar en el que se transforma la aldea. La Virgen es la razón de la existencia de la romería, el imán que atrae a curiosos y peregrinos desde todos los rincones del universo. Así, la Virgen no es la excusa para ir de romería sino que es causa del peregrinar de miles de romeros.
Para seguir entendiendo esto valga el ejemplo del almonteño, maestro celoso y guardián de la tradición más pura de un pueblo, entregado a una devoción en el que el calendario se sucede de siete en siete años. El almonteño no va al Rocío sino que él mismo es el propio Rocío, y los demás, nos guste o no, lo comprendamos o no, sólo podemos a aspirar a compartir junto a ellos su romería con sus formas y costumbres. La naturalidad de sus formas en el ajetreo cotidiano de esos seis días de gloria, se te marca a fuego cuando compartes con ellos algunos de los momentos rocieros. A mí me tienen ganao, lo confieso. La sensatez con la que celebran su fiesta, la tranquilidad con la que conviven esos días huyendo de fantasiosas puestas en escena, la sencillez de la presencia en sus casas de la aldea donde la romería fluye con un sentido lógico y natural. Insisto. A mí eso me tiene ganao. Guardo en el cajón de los recuerdos personales la visita a la casa familiar de Ángel e Inma donde el cafelito de media tarde lo tomamos entre chiquillos viendo la tele, algún que otro anciano desatendiendo a sus propios pensamientos entre el duermevelas de la tarde que comienza a pedir permiso a la noche para irse y los coletazos de los últimos amigos restantes de la visita anterior que continúan en la eterna despedida de una casa del Rocío. Esa sencillez, esas puertas abiertas de par en par, las babuchas de estar por casa… eso es el Rocío.
Continuará…
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