El Destino
La entrecortada y velada luna llena de Jueves Santo que se dibujaba entre la agreste arboleda más alta del Cerro de San Cristóbal, anunciaba la frialdad y magia propia de una noche de Pasión como aquella: misteriosa, azarosa, emocionante. El atrezo que formaba el paisaje de la Sierra aquella noche parecía extraído de alguna de las películas de terror sin color de los años veinte con cierto matiz buñuelesco.
A veces la vida se encarga ella misma de atarte en corto a tus raíces por mucho que uno quiera olvidar el pasado y, lo que sentí aquella noche, fue un puñetazo del destino en pleno rostro.
Pretendía huir de todo y pensar en nada relativo a lo cofrade en esta Semana de Pasión. Tal vez ya dí esa vuelta de tuerca de cofrade ochentero, sobrado y listo de papeles que pide la cuenta con demasiada prisa. Si me fui de un modo precipitado fue porque me quise comer el mundo en tres días (o en treinta años de vida cofrade) y, como buen Rodríguez, la exageración forma parte de mi curriculum vitae. Perdí una batalla, pero gané la personal guerra que libraba con mis propios fantasmas.
La historia comienza de mañana. Una mañana impregnada de la primera brisa del día que acaricia la piel sin pedir permiso. Una mañana almuniense con ausencia de ruido civilizado donde el tiempo parece robarle la prisa al reloj. Una mañana de paseo buscando el brillante sol que golpea de cerca pero sin fuerza en aquella loma medieval, de saludo de “buenos días” de labios de los nobles y gentiles nativos al coincidir en la calle. Una mañana de esas, de las de la Sierra, en las que la tranquilidad parece rebosar de los quietos visillos de las viejas ventanas de Almonaster.
Y siempre presente y siempre visible, la silueta recortada de la torre de la Iglesia de San Martín, recinto gótico mudéjar, que parece elevarse buscando ser el reflejo del alminar de la Mezquita al otro lado del valle, de cuántas reyertas cumplidas y ajustes de cuentas de moros y cristianos habrá sido testigo, cuántos besos furtivos habrán arropado sus piedras, cuántas oraciones a Dioses distintos habrá albergado esas paredes milenarias.
Aquella Santa mañana la Iglesia nos sorprendió abierta. De todas las veces que hemos visitado este portal de belén en forma de pueblo, solo en una ocasión adivinamos la pequeña ojiva de su puerta entreabierta, dos sin contamos con la presente, por lo que la curiosidad y la situación, no hay que olvidar la divina festividad del día en cuestión, nos hizo que cruzáramos la puerta que separa lo celestial de lo humano y entráramos en aquella casa de Dios, estando ésta entre las más humildes que el creador pudiera tener.
En la raída puerta un cartel. Un sencillo folio color crema fotocopiado a color con el calendario de actos para la Semana Santa, que lejos de besamanos, triduos o quinarios, se resumían a tres eventos para cumplimentar la deuda moral con Dios. El rezo del Santo Rosario, el traslado del Cristo a su ermita… y la Procesión del Jueves Santo. Nuestra primera reacción, la de estos fugitivos del izquierdalante derechatrás, fue de sorpresa, interés y curiosidad. Y curiosidad, interés y sorpresa fue lo que sentimos al observar la conocida imagen de dos sencillas parihuelas dispuestas para cumplimentar con el rito de una salida procesional. A mi retina volvieron imágenes del pasado con pasos a medio montar en el silencio de una Iglesia. El olor a paso, el silencio que irrita el oído, las solitarias e inestables llamas de un par de velas en un altar, el haz de luz que se cuela por debajo de puertas y ventanas, miradas supersticiosas de santos más fríos que beatos… recordé aquellas sensaciones de niño en la Iglesia de San Pedro de la mano de mis padres o en las mías propias recientemente en Santa Iglesia Catedral.
Y allí, una vez dentro, en su interior, dos sencillas hornacinas portátiles daban cobijo a sendas imágenes. La primera, la que rendía culto a la imagen del Señor, de reducidas dimensiones y humilde, como la advocación de la imagen que soportaba, Humildad y Paciencia, una preciosa imagen datada en el último tercio del siglo XVII. Cuatro faroles en metal dorado y un friso de claveles rojos dejados caer con más devoción que maña, eran el aporte estético de aquella singular estampa.
Al otro lado, un no del todo pequeño paso de palio que amparaba la imagen de María Santísima. Destacaban a primera vista los tres bancos de metal gris que servirían de trabajaderas para los portadores y, seguidamente, el coqueto palio negro de bambalinas de corte juanmanuelino con bordado en oro de motivos florales. Apenas un par de candelabros de guardabrisas de tres luces y cuatro bouquet de claveles blancos enmarcan la escena del particular y singular paso de palio almuniense. El paso de palio, el piropo más sincero y bello de un andaluz para la Madre de Dios.
Las diez de la noche era la hora marcada para la salida procesional de aquella improvisada Cofradía. Plan perfecto. Seríamos testigos de la salida de la procesión para luego ir a pecar conscientemente con alguno de los manjares que nos regala la tierra de la Sierra de Huelva. Desde hacía días, las reservas para las cenas en el familiar y cumplidor Rincón de Curro, estaban hechas con más ilusión que expectación y contábamos las horas para acudir a nuestra culinaria cita. Pero… si las leyes están para quebrantarlas, los planes están para hacerlos añicos.
Una copa de Ribera del Duero era el testigo y acompañante de la misma entrecortada y velada luna llena de Jueves Santo, que se dibujaba entre la agreste arboleda más alta del Cerro de San Cristóbal… La miraba melancólico y vacío, buscando algún resquicio que me siguiera atando al porvenir de mi vida cofrade, y conforme los árboles parían aquella luna perfecta más nacía en mí la sensación de borrar definitivamente con el pasado. Son más las heridas de guerra sufridas que las medallas que cuelgan del pecho de este mercenario de las Cofradías.
Con cada segundo que se consumía la noche se iba tornando más fría y solitaria. Cada paso que dábamos hacia nuestro encuentro con la Iglesia nos hacía más conscientes de la necesidad de buscar el calor del restaurante y permanecer allí al refugio de un buen vino rindiendo culto a Baco y otros dioses del Olimpo pagano.
Fuimos cumplidores con la hora de llegada al templo y a las diez de la noche nos presentamos a las puertas de la Iglesia Parroquial de San Martín. Apenas una veintena de fieles, o de infieles, que para el caso es lo de menos, ocupaban el interior del templo en una especie de espera y de rezo que se hacía incomprensible. Bastaron un par de minutos más para comprender la situación y así se lo hice llegar a mi mujer: “Nati, no tienen gente para sacar los pasos…”.
Lo que comenzó siendo un comentario a medio camino entre la anécdota y la broma fue tomando cuerpo en una especie de cosquilleo interior que me comenzaba a incomodar. Sentados en el interior de templo y desviando las miradas y los oídos de un lugar a otro, para captar las sensaciones de los presentes, la amenaza fue haciéndose realidad. Los lugareños se enumeraban y alistaban para portar las imágenes y apenas superaban la decena el número de hombres nobles y seguramente agnósticos dispuestos a cumplir con la tradición. El nerviosismo y la inquietud se iba apoderando de una masa de señoras mayores que entonaban algún que otro cántico popular de iglesia con más devoción que entonación. La situación era la definición exacta del patetismo.
A medio camino entre el deber y el querer o la vergüenza y la nobleza, decidimos volver a la puerta del templo y observar la inminente y caótica salida que comenzaba a organizarse.
Abría el cortejo dos filas de devotas longevas que a coro cantaban salves y cánticos antiguos dedicados al señor de la Humildad y Paciencia. El cromatismo de la noche, la incipiente frialdad serrana, la doliente procesión que iniciaba su caminar, la iluminada y omnipresente mezquita de fondo… eran los ingredientes de uno de esos momentos llenos de autenticidad, de veracidad, de pureza que se hacen irrepetibles y necesarios a lo largo de una vida.
El primer paso acarició la noche súbitamente portado por los cuatro voluntarios más octogenarios de los que se ofrecieron como cargadores de la confusa y precipitada Cofradía. Las reducidas dimensiones de la parihuela y su escaso peso así lo hicieron oportuno.
Pero aún faltaba por besar la calle el pequeño, pero no por ello liviano, paso de palio que acogía la imagen de la Virgen. Su salida rozó lo grotesco, lo satírico. Apenas media docena de hombros sacaban a rastras un altar que se desmoronaba como un castillo de naipes por los sufridos y violentos movimientos que los esforzados costaleros se remediaban a realizar.
Y no pude más…
Ese Quijote que habita en mi interior hizo que me acercara al paso y me dirigiese al histérico capataz ofreciendo mi ayuda para portar el paso de la Virgen. Sin darme más opción ni respiro ya estaba en el costero izquierdo (¡ay ese costero izquierdo del Señor de la Burrita…!) sujetando una de los bancos que sostenía el paso. La lógica precipitación, la desorganización y las necesidades hicieron que me colocara junto a hombres muchos más bajos que yo que anunciaban quejosos y aliviados que no soportaban carga alguna.
Bastó una mirada comprensiva y cómplice entre mi mujer y yo para que comprendiéramos que la cena podría esperar, que ese Jueves Santo, como hace años lo estuviera bajo la imagen de Jesús Nazareno, estaría de nuevo soportando la divina carga del peso de un paso.
Ese Jueves Santo me acercó de nuevo al calor de las Cofradías avivando los rescoldos de mi pasado cofrade. Me enseñó a ver el lado autentico de ellas, el sentido original de la Semana Santa, el verdadero, donde las creencias están por encimas de mantos bordados y de Juntas de Gobierno. De varas y de mantillas. De nuevo me trasladó a tiempos ilustres de mi familia, de una familia entregada a un Domingo de Ramos o a un Sábado de Pasión. Ese paso, el más sencillo y humilde de los que he podido ser testigo, me llenó del sabor que tiene un paso de palio.
Pero como dije anteriormente, el destino, ese destino que hoy quiso hacer de mis entrañas un ovillo, aun me tenía guardado la última de las bofetadas morales y sentimentales de aquella noche.
Entre los nervios y la precipitación del momento aun desconocía la advocación de aquella pequeña virgen dolorosa vestida de negro y en una de las paradas que se me hacían tan necesarias, le pregunté al rechoncho cargador que me precedía en el banco por el nombre de aquella imagen de María Santísima.
Aquellas seis letras de su respuesta provocaron el más sincero de los surcos de lágrimas que tanto mi mujer y yo derramáramos en nuestra historia cofrade. Tal vez nadie entendiese como dos forasteros extraños podían sentir y aflorar tanta devoción hacia una imagen desconocida para ellos.
La respuesta de aquel hombre fue: “¿La Virgen?... Se llama Virgen de Gracia…”
Al destino.
3 comentarios
Xosé Andrés -
Jesús Rodríguez Redondo -
Nati -
Para mí, así, hoy, ahora, es la mejor manera que encuentro para decírtelo, haciéndote llegar la ilusión con la que cada día busco entre mis favoritos ese Homo Onubensis sólo esperando encontrar algo nuevo, una nueva reflexión, sobre lo que sea, me da igual, por que sé que adentrarme en sus líneas será maravilloso...!
Es como cuando los lectores de EPS (al cual estoy enganchadísima), comentan al principio como siente auténtica pasión y ansiedad por leer algún artículo de algún escritor soñado, y cómo incluso comenzamos (me incluyo como uno de ellos) a leer la revista por la última página en busca del codiciado artículo, que una ver encontrado leemos con ansiedad y expectación sea cual sea el tema de reflexión (nunca nos sentimos defraudados)
Por todo ello, por lo que te quiero, no dejes nunca de escribir, yo siempre estaré ahí para llenar mi corazón con tus palabras...
Te Quiero
(PD: algo= J. Marías)