Sin título I
Con toda certeza no será su nombre, pero hoy se ha cruzado en mi vida una cría que bien pudiera llamarse Yalda Najla (la niña de la noche oscura). Sería atrevido decir que vino al mundo (¿?) hace once años en Raouf, una aldea de la región de Qaseem al norte de Kabul. Su familia, hoy sepultada bajo el leve roce de sus pies, apenas elevaba sus miras hasta más allá de ver crecer los hierbajos con los que alimentar su paupérrimo rebaño de cabras. Sin duda, toda una seria amenaza para el mundo civilizado occidental. Yalda, mira al horizonte, de espaldas al mundo que la mira con su solidaridad de telediario, resignada a la obligación de quedarse huérfana de padres y hermanas. Hermanas como Tamana y Leeda, esas pequeñajas gemelas de ojos verdes afganos con las que compartía catre junto al lecho paterno.
Yalda, descolocada, aturdida, confusa. Espera sola a que la muerte venga a buscarla disfrazada de milimétrico bombardeo o explosión en nombre de Alá. ¿Qué más le dará ya eso? Matar en nombre de quién, a favor de qué, con qué objetivo. ¿Qué sentido tendrá la vida, y lo que es peor incluso la muerte, para nuestra Yalda?.
Cada noche, aquellas que pueda dormir vencida por el cansancio mental, soñará con la imagen de los restos de su familia repartidos por los escombros de lo que antes fue su casa. Le rezará a su Dios, a Alá, al que sea (¿a las alturas de partido en las que estamos qué importará ya eso?) para que la lleve con ellos, junto a sus hermanas, a dormir en su catre celestial. Cerrará los ojos y ni tan si quiera se preguntará porqué. No le merecerá la pena. Su pregunta no tiene respuesta para este mundo ciego e impasible ante tanta barbarie.
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