¿A qué estamos jugando?
Antes de que comenzara hace apenas dos meses el Torneo Tres Naciones, me preparaba con cierta expectación e interés para uno de los eventos del año más esperados en el panorama rugbístico. Las dobles confrontaciones entre las tres selecciones que encabezan el ranking IRB (desde hace años) presentaba un torneo espectacular de cara al espectador y para toda la parafernalia que el rugby en el hemisferio sur levanta desde los últimos años.
Pero con el paso de los partidos, más que el disfrute de ver en cada ocasión a treinta de los mejores jugadores del mundo, me iba naciendo una relativa preocupación acrecentada con determinadas situaciones en el rugby europeo.
Dicha inquietud se traslada a una pregunta ¿a qué estamos jugando?.
Desde que William Webb Ellis pariera este deporte en 1823 una serie de valores han empapado este juego y lo han hecho tan particular y pulcro que para la mayoría de los aficionados al deporte pasa por ser un deporte desconocido a la vez que grande. Un deporte único, donde el honor y la honradez estaban por encima de cualquier tipo de duda. Un deporte donde al margen del contacto físico se rivalizaba con la máxima elegancia posible defendiendo más que unos colores, sino unos sentimientos.
El paso de los años, la llegada del profesionalismo (personalmente lo considero el virus del rugby), el tirón publicitario y económico de determinados clubs y jugadores, las variaciones del reglamento (por mucho que se quiera se vuelve al rugby esencial) y el acercamiento y globalización del rugby, están enterrando las esencias de un deporte que está llegando deformado a los neófitos que se acercan al mismo.
El ver cualquier partido del Tri Nations, y por consiguiente el Súper 14 o similar, se resume a un feroz juego de delantera a la espera de alguna infracción para que el apertura de turno convierta los tres puntos del golpe de castigo. Se acabó. Los partidos se desarrollan con una repetición de “pick and go” donde elefánticos flankers percuten una y otra vez. Ese juego voraz y paleolítico de la ley del más fuerte no me gusta, lo detesto. El juego a la mano de tres cuartos a desaparecido. Descanse el paz.
Suráfrica sólo sabe jugar a eso. A chocar. Lo hacen más y mejor que nadie y no se les puede acusar de estar físicamente años luz de cualquier otra selección. Ellos aprovechan sus cartas y optimizan sus recursos: jugar con 15 delanteros. Por otra parte no hay señales de que nadie les tosa en al menos un par de años. Nueva Zelanda, al igual que Argentina, está sufriendo un cambio generacional (los McCaw, So oialo… ya piden el partido de homenaje) y no están a la altura de las circunstancias del panorama actual (dudo mucho que honren su próximo mundial). Con Australia se enciende la llama de la esperanza. Su joven e interesante línea de tres cuartos: Giteau, Drew Mitchell, Berrick Barnes, Adam Ashley Cooper, Lachie Turner, y el eléctrico James O'Connor, puso en jaque y en las cuerdas a los mastodónticos springboks en el mejor partido del Tres Naciones de 2009. Si el partido dura cinco minutos más hubiéramos presenciado una derrota verde, sin duda.
Las selecciones europeas siempre serán una incógnita. Están en el filo de la navaja de renovarse o morir. Si copiar el modelo del hemisferio sur o mantener el tipo europeo, de un lado lo pasó mal Inglaterra al intentar adaptarse (invento Vainikolo) y por otro la errática y romántica Escocia con sus nociones básicas llenas de esencia rugbística y sus limitaciones técnicas. La virtud, que dicen que está en el término medio, corona a Gales e Irlanda como las selecciones (y Club a nivel europeo Ospreys, Blues, Munster o Leinster) que mejor han sabido adaptarse a las exigencias de este atávico deporte.
Después de finalizar el “Tri Nations” me consuela pensar que volveré a refinarme con el torneo más importante (personalmente así lo pienso) del rugby mundial. Volverán los campos de gradas pequeñas y césped embarrado. Volverá el rugby con sabor a cerveza y amigos: la Heineken Cup.
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