¿Estás seguro?...
Aquel suspiro chocó frontalmente con el espejo que presidía la entradita de la casa mientras, las desganadas manos, vaciaban aquellos bolsillos llenos de bultos que parecían pesarle como la vida misma. Un par de llaveros con sus inquilinos metálicos, el arañado pen drive, esa antigualla de móvil con aquella foto del verano pasado… manos que vaciaban los recuerdos y el presente.
Se sentía cansado. Más que cansado, consumido. Acabado por una situación que le hacía parecer más pequeño de lo que era. Una atmósfera compuesta de un aire sólido, grisáceo, masticable, pesado. Una vida que se le hacía cuesta arriba aunque tomara el ascensor.
Los zapatos cayeron y era tanta la soledad, que ni tan siquiera le acompañaron los sonidos del impacto con el suelo. Unos zapatos sucios, aún por desanudar, distantes entre sí, huérfanos de su par. Ya se reencontrarían mañana en sus pies, en un nuevo día, en el mismo día. En el día de siempre.
El instintivo gesto de consultar la hora mientras se quitaba el reloj le hizo recuperar la noción, que no la emoción, de un tiempo que se le hacía previsible. Las 23:31. Él mismo se sorprendió de aquella mueca que se le escapó mientras pensaba que faltaban segundos para que aquella cifra fuese capicúa. Continuó mirando aquel regalo de Navidad hasta que apareció el nuevo: 23:32, para dejarlo en la mesita de noche junto con el libro de cabecera recetado por su psicóloga meses atrás, “Como superar el miedo al miedo”.
Caminó desnudo por el pasillo. Le hacía bien el sentir frio del suelo en la planta de sus pies, al menos se podía permitir ese sentimiento. Caminó hasta la cocina donde aún permanecían los testigos de la excusa del desayuno. Un vaso con una cucharilla y el papel de una magdalena. Abrió el frigorífico y lo volvió a cerrar. Se hacía más solo. Tal vez sea el elemento de la casa que denote el estado de ánimo de las personas. Aquel se encontraba vació. Un tetrabrik de leche, un de par de huevos (tal vez lo que le faltaban a él) y media lechuga revestida en film transparente, eran la justificación de tener enchufado aquel armatoste. Por un momento pensó en desenchufarlo y tirarlo por la ventana.
Desanduvo el camino hasta el dormitorio y apagó la luz. Los ruidos de la calle le hacían sentirse vivo, al menos parte de esa obra de teatro que es la vida en el que una vez más le tocó hacer el papel de árbol. Cerró los ojos y no vio nada. Ni sus sueños. Volvió a abrirlos y no vio nada. Ni a sí mismo.
Mañana será otro día… ¿estás seguro?...
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